Opinión
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ELIUD PASTRANA AYALA

 

Bien dice Gabriel García Márquez en su libro autobiográfico Vivir para contarla: La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Es decir, agregó yo, entre el hecho real y el recuerdo, seguro, hay inexactitudes, pero “lo verdadero” es la manera en que uno rememora tal o cual suceso. 

Dicho lo anterior, va este episodio:

Carlitos estaría en cuarto o quinto año de primaria, allá por 1969-1970, cuando se enteró –fue la noticia del "siglo" en el edificio donde vivía- que la señora Amparo ya tenía teléfono, aquellos de color beige o verde; el impacto no era menor, pues entonces costaba un “ojo de la cara” el ingresar a la modernización comunicativa y, obvio, esto elevaba el estatus social. Además, para que Teléfonos de México, entonces propiedad del gobierno, colocara la línea se tardaba hasta un año o más.

La señora Amparo tenía tres hijos: Tavín (Octavio), Toto (un misterio el nombre real) y Javier. Los dos primeros, amigos de Carlos, rondaban los 9 y 11 años. Hasta ese momento, el protagonista de este episodio, nunca había hecho una llamada telefónica. Con la complicidad de Tavín y Toto (suenan como a pareja cómica de los sesentas), Carlitos ingresó a la casa de sus vecinos, ya lo había realizado en muchas ocasiones, pero no cuando “el gran invento” era el orgullo de los de la casa del 10, al lado de la de los Calderón García, su familia.

El buen Charlie, sobra decirlo, se deslumbró e insistió en que se lo prestaran un ratito.

El acuerdo para usar el aparato no dejaba lugar a interpretaciones, malos entendidos o dudas: la llamada sería breve (en aquellos años el costo era muy caro, lo cual no ha cambiado con el paso de los años). Así que breve o no había "ratito". Llegó el gran día: Carlitos marcó el número de María, su compañera de primaria, que empezaba con 5 17 (¿había un 83?)… El intercambio de palabras fue breve, no hubo oportunidad de decir más frases, pues justo al lado del emisor estaba Tavín, con fuerte presión para que se finiquitara la primera llamada telefónica de Carlitos…

Meses después, ya en 1971-1972 la modernidad llegó a la casa de la abuela del protagonista: un teléfono color verde, chido se diría hoy, cuyo número 517-35-43 quedó grabado en la memoria del nieto durante casi 40 años. El aparato nunca se cambió, tampco los digitos; “murieron” con la venta de la casa en la primera década del siglo 21.

Carlitos cursaba entonces el sexto año de primaria y vivía ahí con dos de sus tíos, solterones de toda la vida hasta su muerte, la abuela Gracia, y sus primas Rosaura y Verónica. Esta última treintona, la dueña del teléfono, soltera (así falleció), prototipo de la mujer de aquella época en la que se empezaban a romper tabús y se modificaban los roles femeninos (organizaba unas super fiestas con sus amigas y primas, tocadas en las que bailaban a go-go, cumbias, rock and roll, Sonora Santanera y demás. El alcohol corría si no a chorros, sí de manera generosa, pese a los mecanismos de control de la abuela y el tío Pedro; al tío Donaciano le gustaba el chupe. La anfitriona e invitadas vestían unas minifaldas que eran el escándalo de Gracia –y quizá la envidia de Irene Calderón, la mamá de Carlitos-, no así del infante observador, ciertamente emocionado de aquellos cambios culturales (¡sí, cómo no!), pero más que nada del sensual movimiento de las féminas; en las vueltas de cumbia o rock and roll, o abría más los ojos o, de plano, los cerraba para que no descubrieran que era perverso en ciernes.

El teléfono verde de Verónica estaba en el comedor de la casa, una vivienda con un largo patio, con su pileta y una pecera que era el deleite de chicos y grandes; luego, en un mismo pasillo, estaba la cocina, seguía el comedor (en el que sobresalía cada año un altar de la Virgen de los Dolores), el cuarto de la abuela (separado por unas puertas de doble hoja de madera), la sala y el cuarto del tío Donaciano (también con sus puertas). Al fondo estaba el cuarto de Rosaura y Verónica, aunque esta tenía mayor privacidad, además de que lo modificó y modernizó con maderas, puerta, clóset (símbolo de los nuevos tiempos; atrás quedaban los viejos y estorbosos roperos).

En la parte superior de la casa vivía el tío Pedro y, separado con una puerta, Charlie, quien habitó ese espacio por un año y, por cierto, el único que tuvo para él solo, porque antes vivió en un cuarto “plurifuncional”  en el que dormían sus padres y sus hermanos.

Usar el teléfono en la casa de la abuela era toda una aventura: cuando sonaba el aparato, el susodicho niño precoz corría a levantar el auricular, contestar y entablar conversación con el personaje del otro lado de la bocina, asi fueran unos segundos. Entonces, para hacer llamadas propias, era necesario fijar estrategias y tácticas para poder usarlo sin que se dieran cuenta los familiares. Y es que desde el principio se fijó una regla: era fundamental hacer uso adecuado del fon (esta palabreja no se usaba entonces) para que Verónica (una eficiente y coqueta secretaria) no pagara tanto dinero por el servicio.

Si la estrategia del día funcionaba, debía ejecutarse de volada, o sea, hacer rápido la llamada, marcar los seis dígitos y contener el aliento. En varias ocasiones, Carlitos logró su cometido y marcó al número de la familia de María. Sin embargo, la suerte estuvo, casi siempre, en su contra, pues del otro lado su compañera no respondía, y  temeroso no se atrevía a pedir que se la comunicaran.

Y lo peor del episodio: cuando su gran amiga de aula llegó a contestar del otro lado del teléfono, le daba miedillo y colgaba. Nunca supo porque colgaba: si era por temor a no saber qué decirle a alguien que veía cinco horas de lunes a viernes durante 10 meses al año, o por miedo a que lo cacharan en la maroma su abuela.

La historia concluyó cuando llegó el recibo del teléfono y alguien preguntó (nunca falta el inoportuno y más cuando se trata de reprender a un niño) sobre la repetición de un número. La prima Rosaura, tres años mayor que Carlitos, fue a la primera que culparon; el responsable guardaba silencio pecador, hasta que amagaron con marcar el número. No hubo de otra y aceptó su “culpa”.

Hubo un regaño moderado, mientras que Verónica, la prima liberal (libertina, decía la abuela), lanzó una frase contundente y certera:“De seguro le estaba hablando a la novia”…

 

 

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