Opinión

Emma ClineAlejandro García / ]Efemérides y saldos[

               Había olvidado toda la primera parte, ambientada en Florida, la fuga del tren. Ese actor era marica, ahora parecía evidente. El general retirado, la posada, la nevada Vermont: John se quedó embobado, toda esa lozanía de la Costa Este, todos con una salud de hierro. ¿Por qué se habían quedado en California. Linda y él. Tal vez ese fuera el problema: criar niños en este clima templado en el que no llegaban nunca a conocer estaciones. Cuánto mejor les habría ido en Vermont o en New Hampshire o en uno de esos estados donde el coste de la vida era bajo, donde los chicos podrían haberse apuntado a un club 4-H y haber ido a la universidad pública y haberse hecho a la idea de una vida agradable y modesta, que era lo que él había deseado siempre para sus hijos.

Emma Cline

               Varios de los relatos de “Papi” están protagonizados por hombres de mediana edad que asisten, “descolocados”, al devenir del mundo. Lo hacen con cierta perplejidad y nostalgia por un tiempo pasado que, en su caso, fue mejor. 

Leticia Blanco

La carrera vertiginosa de Emma Cline (Sonoma, California, 1989)  inicia en 2016 con “Las chicas”, una aparición que se llevó a 40 idiomas y que provocó un desembolso inicial de dos millones de dólares por Random House y que constituyó un caso que llegó a los tribunales por plagio, demanda emprendida por el novio de Cline, la cual contrademandó en su momento. Después vino “Harvey” (2020, Revista New Yorker).

      Las dificultades o secuelas del encierro por Covid me han alterado algunos itinerarios, como es el caso del de esta autora a quien he podido conocer a través de “Papi” (New York, 2020, Random House; Barcelona, 2022, Anagrama, 237 pp.). Y la experiencia ha sido muy gratificante, porque en esta caso se trata de un libro de relatos, diez, que no suelen ser la mejor carta de presentación, en este mundo imperial de la novela. Desde luego, el que entraba por la parte más reciente era yo y no el campo literario.

      He partido de una ignorancia total con respecto a la trayectoria de Cline y de sus dos obras narrativas anteriores. He de confesar que fue hasta que llevaba una quincena de páginas leídas que me enteré de que no estaba frente a una novela. Y sí, ya había caído en las redes de la autora californiana.

      En esos cuentos Cline es una generadora de ambientes. Provoca una tensión desde las primeras líneas. La primera pieza narrativa “Qué se hace con un general” narra la reunión de navidad de una familia. El padre, John, y la madre, Linda, residentes en California reciben a sus tres hijos, Sam, Chloe y Sasha, los dos primeros conducen por tierra, la tercera viene en un avión retrasado. Cierta dificultad los acompaña: a Sam, desde Milpitas, una camioneta insegura que, sin embargo, llega sin novedad a la casa del general; a Chloe, desde Sacramento, viajando media hora con la luz de reserva; a Sasha, el retraso y el que la compañía aérea le pierda la maleta.

      Se parte de una situación de relax, Linda contesta el teléfono, John la ve desde su jacuzzi y ella va a acompañarlo. Es sólo el pórtico, el inicio de la reproducción de una ceremonia que se repite cada año, en donde las piezas han ido creciendo y cambiando. Preparar galletas de caqui, acariciar a Zero, sustituir los perritos calientes y el espagueti, el perro enfermo y dependiente de un bypass, las palomitas, la misma película con la historia de un general, que va de Florida a Vermont, la convivencia y las lejanías propias de las vidas de cada uno de ellos.

      El caso más evidente es el de Sasha, quien llega sin maleta y no deja en paz su celular para comunicarse con su pareja Andrew (Linda piensa que es hombre casado, pese a que es claro que tiene un hijo y se dice divorciado). No sólo no ha venido con ella, sino que no es fácil lograr una conversación con él vía celular. Linda va por ella al aeropuerto, como si fuera suficiente para tener una idea precisa del estado de la hija. Promete llevarla a comprar alguna ropa, pero en su momento delega la responsabilidad en John, quien ante los estacionamientos saturados la deja y fijan unas horas para regresar en el mismo punto. Al regresar, tiene la convicción de que ella no ha entrado a la tienda, la certeza de que no ha comprado prenda alguna y del muro de una persona que no le comparte que no ha podido establecer contacto con su pareja.

      Hasta aquí podría pensarse en un relato donde el tema gira en torno a la incapacidad de los hijos,  a su fracaso. Pero entonces aparece en la historia una serie de informaciones que hablan de que la vida de ese general ―paralelo al de la película― no ha sido trigo limpio, o ―para no caer en la sanción moralina― no ha estado exenta de crisis, de comportamientos, de vaivenes en la vida de pareja. Y lo más curioso es que Linda está igual.

      Cuando los niños eran pequeños, Linda se marchó a un rancho de Arizona una semana o así, a un centro de sanación. John suponía que debió de ser después de alguna mala racha cuando a veces terminaba dejándolo fuera en la calle, o llevándose a los niños a casa de su madre. Una noche, con nueve años, Sasha había llamado a la policía para denunciarlo. Cuando  llegaron, Linda les explicó que había sido un accidente.

Lo más curioso es que John es una estufa prendida ―a todo fuego― que habita en un territorio de reposo o de vida lograda.

      Le subió de pronto un ramalazo de ira, que luego desapareció igual de rápido. ¿Qué iba a hacer, pegarle un grito? Los chicos ahora se reían de él si se enfadaba.

Con esta ampliación del campo de batalla, la tensión del relato se distribuye a todos los personajes, venidos a cumplir un ritual, en el que es imposible esconder las nuevas realidades. Linda parece mantener una comunicación más cercana con los hijos: charla con Sam, se preocupa de la mesada de Chloe, aunque hace tiempo que se graduó, no tiene autonomía financiera y tutela el vacío que vive Sasha. John es más lejano y severo, pero también eso permite que se vea el conjunto.

      La historia no tiene puntos dramáticos, picos anecdóticos, es un pedazo de vida, pero las aguas profundas están agitadas, así la historia no acompañe a los sujetos y los convierta en héroes.

      La comparación entre Costa Oeste y Coste Este es parte de una cierta tentación de Cline por el espacio, en donde incluso las ciudades y los espacios rurales tienen cabida. Pero no se mantiene el favor hacia las tierras que miran al Oriente, más bien hay una movilidad, una expectativa de otro lugar ante la saciedad del que se habita.

      Y la procedencia de la autora se marca un poco más en los relatos. Es el caso de “Los Ángeles”, donde dos mujeres Alice y Oona se emplean en un almacén de ropa. Oona tiene contactos con cierta sociedad que permiten a Alice asistir a una fiesta en una casa de playa. Mas lo verdaderamente interesante es que Alice descubre que en internet hay quien compra la ropa íntima (el lector podrá decidir si usada o limpia tiene más valor). En realidad es en mostrador donde algún cliente le pide las prendas calientitas de su cuerpo. La vida de actriz, las clases que todavía la madre, con resistencias, le paga, podrán abonar a su futuro, en tanto sale a la calle a hacer las entregas en bancas públicas y habrá de decidir si se sube o no a un auto a completar la entrega.

      En “Menlo Park”, Ben, parece ser el personaje principal. Edita un libro de memorias, de esos que escribe el editor pero nunca podrá decirlo porque el autor es un hombre poderoso y voluntarioso al extremo. Viaja a la ciudad del contratante a terminar la obra o a revisar lo que el otro afirma ha escrito. Aparece Karen, la asistente del biografiado. Lejana, a veces ríspida en el trato, tendrá que auxiliarlo en una crisis de salud, en un accidente de lente de contacto perdido en su ojo, pero vaya usted a saber los inescrutables caminos del todopoderoso.

      Decía Jack Kerouac: “Para mí las únicas personas que cuentan son los locos, locos por vivir, locos por morir, gente que arde, arde, arde como bengalas”.   

En “Hijo de Friedman” se vuelve a la relación padre e hijo. O tal vez habría que decir padre-padrino-hijo. George (padre) y William (padrino) esperan en una restaurante el momento de ir a la presentación de la película de Benji (hijo). Al primero le ha ido más bien mal, el segundo va en una buena racha en el mundo del cine. Y el tercero presenta su producto, con una coperacha de esfuerzos y apoyos económicos. No es una gran producción, al menos para George, quien espera el impulso de William en un nuevo proyecto. No parece muy fácil que lo logre. En una caricaturesca especie de alfombra roja, el hijo recibe a las dos figuras de su pasado. No parece muy claro el orden de los factores en esta operación:

            ―Una vez estábamos en Cabo y fuimos a hacer pesca de gran altura. ¿Te acuerdas? ¿Cómo eché la pota por toda la cubierta?

           ―Era yo ―dijo George―. Fuimos tú y yo.

           ―No ―respondió Benji― para nada.

           ―Era yo ―dijo George.

En “La niñera” se vuelve a las historias predominantemente dirigidas a la mujer. Kayla, veinteañera, va a refugiarse a la casa de una antigua amiga de su madre. Allí se vive apaciblemente, aunque insertada en el cuarto de un hijo ausente quien ha dejado su huella de aromas y hábitos. Tras esa convivencia se devela, con discreción, una historia de escándalo en torno a un actor famoso, a quien Kayla asiste. La esposa ha corrido el telón sobre esos acontecimientos, pero los paparazzis anda en busca de un testimonio fresco.

      En “Arcadia” el péndulo vuelve a las relaciones verticales, aquí no es padre hijo, es de hermano mayor a hermana embarazada. El protector ha invitado al futuro esposo a trabajar en sus tierras. El hombre contrata a su gusto y voluntad. Entre ellas a una bella mujer, con esposo e hijo. La cacería entre empleador y contratada es narrada en un momento del relato. Detrás, se observa la vida del hermano mayor, bebedor, violento, posesivo. Es otro triángulo en donde la carne es lo menos importante.

      Y “Regional noreste” sí es plenamente una continuidad de la relación padre e hijo. Aquel ha recibido la llamada de la exesposa para que viaje a un punto intermedio a atender una queja contra el hijo. Algo ha sucedido, pero así como en “La niñera” y “Arcadia” se elide el hecho bochornoso, aquí también se dice que ha sucedido algo violento y que amerita un castigo para el hijo. No la expulsión, pero sí el cambio a un sistema o plantel alternativo. Algo que le permite llegar a la universidad, si es el caso, sin mancha evidente. Lo interesante de este cuento es la distancia entre padre e hijo, imposible de salvar.

      Marion, Julia y Thora son los personajes de los tres últimos cuentos. Tienen algo de impositivo y de mágico, de escurridizo e incómodo (en realidad todas las mujeres pueden ser seguidas en su parte misteriosa, todas). Esto se acentúa por la intertextualidad de los títulos del segundo y tercer relatos: “Mack the Knife”, la melodía de Bobby Darin, interpretada por Louis Armostrong, y “A/S/L”, lengua de señas americanas. Son importantes los personajes masculinos, pero la presencia, contacto, seducción y escape de Marion es toda una línea de seguimiento y búsquedas de significados. Y lo mismo sucede con Julia, el encuentro terrible después de que el personaje se ha despedido del amigo. Thora sufre una transformación a la llegada de G, quien termina liquidado, pero ella no ha sido tocada por esa caída. ¿Cuál es la señal que proyecta?

      En “Papi” vamos a encontrar esos personajes prendidos por el pasado, alimentados por él o por un presente cómodo. Son estufas calmas dispuestas a explotar a la menor provocación. Pero la narrativa de Cline no permite esos picos, los elimina, los elide. Desdramatiza, de allí que se arriesgue, pero sabe que mantiene al lector dentro de la acción, porque le incumbe, porque lo mismo coopera dentro de un pasado al que el personaje no renuncia o a costa de la voluntad de los otros que viven su propia crisis sin perdonar a esas estufas lineales y comodinas.

      Emma Cline tiene una gran factura en la elaboración de su narrativa corta (alrededor de 20 cuartillas cada pieza). Al seguirla, lo mismo se evoca al John Cheever de los escenarios. El primer cuento no deja de recordarme alguno de Cheever que atestigua la vida de los personajes mientras va de alberca en alberca y entre las aguas al margen de las casas y los propietarios. Pero también está esa sociedad sofocada de Carver, más explícita, menos cargada a la intensidad, aunque siempre apoyada en el escepticismo y en el desaliento. Al contrario del Faulkner de esa extensión narrativa, su territorio no es digno de alabanza, de crear saga o elevar monumento. Se trata de historias de desgaste, de olvido, de fracaso, las ruinas de lo que fue el “american way life”. Y está la vena narrativa de las grandes narradoras, aunque sean ellas tan disímbolas: O’Connor, Jackson, Welty.

      El camino es largo, pero lo avanzado es formidable. Apenas tiene 33 años.  

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