Opinión

Armando RamírezAlejandro García/ ]Efemérides y saldos

“El pasado es un espejo contra otro espejo que nos multiplica hasta el infinito deformado, desvanecido”…, pensé

Armando Ramírez

Armando tiene la cualidad de los narradores primigenios, los que sentados alrededor de la fogata desgranaban los incidentes del día, o los matizaban y enriquecían o de plano inventaban historias que dispararan la imaginación de los escuchas, que las repetirían al infinito para convertirlas en tradiciones o leyendas de la tribu, la colonia, el barrio posteriormente.

Emiliano Pérez Cruz

Armando Ramírez falleció el 10 de julio de 2019. Poco antes había aparecido su libro “Déjame” (México, 2019, Océano, 203 pp.). La novela abre con una línea breve “Desperté”. Le sigue después el enunciado del epígrafe asumido por el narrador: “pensé”. Despertar y pensar. En el centro el espejo. Después puede uno, inocente lector, dejarse llevar por el vértigo de la narración. ¿La historia de un amor?, ¿la crónica de un desencuentro que a ratos pareciera el idilio soñado? Y alrededor la ciudad, en su corazón, en sus calles, en sus edificios, en sus hoteles, en sus plazas, en el ir y venir de sus gentes.

    La historia también abre con una situación dual: el narrador va al Centro Cultural de España en busca de una información sobre la cultura grupera y resulta que enfrente se encuentra la Casa de España. Allí está el espejo que ha sido nombrado en la segunda línea, aunque el reflejo tienda a ser, ya desde entonces, refracción. Hablan de dos casonas a las espaldas de la Catedral metropolitana, a unos pasos del Templo Mayor, a unos cientos de metros del barrio universal: Tepito. Si de algo sabe, el viejo barrio es de lo grupero, otra cara de la rebeldía, entre tantas otras cosas. Para empezar de la diversidad de una ciudad que creció y creció, con diversos puntos de resonancia, sin que esto implicara la desaparición de la vida en el centro histórico.

    En el Centro Cultural de España está Ana Zagarramundi. Ella le aclara los malentendidos al trabajador de la cultura, en áreas de videos y medios electrónicos. Sin dudar, le muestra lo que ella hace y le señala el otro lado de la calle para averiguar lo que allá hacen. Acá, una vez que entra a la segunda opción, está Lucía Buñuel, elusiva, de difícil acceso, de contacto a través de correo electrónico sin saber el día que leerá el mensaje y el que podrá o querrá contestarlo. Sin problema, Ana le abre el mundo, Lucía le cierra el paso sin que eso sea un compromiso. Ana lo atiende como un colega más, Lucía se le pone enfrente y luego escapa.

    El primer paréntesis es la historia de la finca alterna, la que no había sido registrada como tal por Armando, un afín a esos rumbos. Producto del esfuerzo de un conquistador español, Leoncio Ramírez, emergió entre las condiciones indígenas en proceso de destrucción, sobre centros ceremoniales de los vencidos. Sólo que Ramírez tuvo que partir a la expedición que Cortés llevó a cabo con Cuauhtémoc como rehén al sur de la Nueva España. Allí tuvo que llevar a cabo la orden de ejecución (ahorcarlo) del último emperador azteca. Días después se quitó la vida con propia mano. Su mujer tuvo que venir de Cuba a pelear la casa que anhelaban los conquistadores espirituales. También dejó a la amante Jatzibe, nativa de la ciudad, así quedaba trunco el amor entre el colibrí y el cenzontle, sus naguales.

    Los siguientes paréntesis tienen que ver con las mujeres. Es cierto que ya en las primeras páginas se menciona a Daniela, antes de la leyenda hispano azteca, la mujer de intensos ojos verdes, camisetas ajustadas para lucir sus senos y candente presencia en los bailes de barrio, parte de la cultura sonidera, pero tendrá su mejor trato ya avanzada la novela. Esos paréntesis se convierten en puntos imprescindibles de la vida de Armando.

    Allí se da otra dualidad: la historia de Armando y Lucía que es detenida por sus luchas internas y por las historias de las mujeres con las que vivió. En paralelo, cada relación forma un núcleo que tiene la misma relevancia de la historia final: la de la aparición y disolución de Lucía. Aquí el vehículo es Armando: desde la novia de manita sudada, Claudia Guadalupe, hasta, muchos años después, la misteriosa e inasible Lucía. Se dan la atracción y el rechazo, la certeza del lector de que allí empieza a darse una dura pelea de gatos dentro de los personajes, la comparación pasa de ser de casa a casa, a de mujer a mujer, las que han sido importantes en la vida del narrador.

    La historia de Claudia Guadalupe pesa poco en la acción, a pesar de que ella le ayudó a escribir la historia de su primera novela en cuadernillos escolares. Anotaba lo que él le dictaba. Novia de besos arrebatados y caricias apresuradas y temerosas, por orden paterna salió junto con su familia a los Estados Unidos, huyendo de la vida en Tepito. Con Daniela fue distinto. Daniela era ardorosa seguidora del baile, del frenesí colectivo. También era intensa y demoledora en el sexo. Era imposible aprisionarla, no conocía de la fidelidad tradicional y podía desaparecer días enteros y llegar con algún amigo después de intensa parranda. Decía que ella le había escrito su opera prima y que era su esposa. Entre los malos tratamientos psiquiátricos (se incluyen electroshocks) y los conflictos no resueltos la encajonaron para el suicidio.

    Ella, intensa y demandante, celosa y posesiva, exigente y cambiante, exigente y perdida en el caos de los hombres, amoral con su cuerpo y exigente con el de uno, discusiones violentas y heridas con navaja o balas en el cuerpo, recuerdos ardorosos, dolorosos representados en viejas imágenes de cuartos de hoteles decadentes.

    La relación con Carmela y Carmen no puede ser más cercana a la realidad y el espejo, sólo que cada una tiene las dos facetas. Carmela es la cachondería y el riesgo, más cercana a Daniela. De muy grata figura es dada a irse a la cama con quien le gusta. Sólo que después se lo confiesa a su hombre de fijo, un luchador enorme y rudo, que busca al amante y le muele el cuerpo. Armando sufre el tratamiento y ha de prolongar algunas veces el sabor del fruto robado y más cuando el hombre cae en prisión. Un día Carmela recibe la noticia de que lo han asesinado. En Cambio Carmen es una chica tranquila, militante de izquierda, tendiente a culta, que hace el amor con calma y sapiencia. Las dos relaciones se dan al mismo tiempo. De las dos escapa. Y está Claudia, la bailarina, aspirante a integrante del Ballet Nacional, sólo que le sobran unos kilitos de más y unos centímetros de cadera. Residente de la Colonia Roma, recibe a Armando y pelea con él, a veces por motivos directos, otros por la incomodidad del mundo. Llegan a los puños y a los golpes con objetos. La caída de la azotea de una de las amigas de Claudia, marca el inicio de la distancia. Pero de esa relación nacerá un hijo. Y ella irá a España a vivir, dejará al crío al cuidado paterno. Con el tiempo, irán a recibir las cenizas de la madre y las llevarán a la iglesia de Santa María la Rivera en Logroño, como recuerdo de que Armando y Claudia se conocieron enfrente de la iglesia del mismo nombre en Garibaldi, Ciudad de México.

    Era como vivir dos vidas: una en el barrio intensa, oscura; la otra linda, muy de clase media, con aspiraciones e ilusiones; una de transcurrir lento y la otra a la velocidad de la luz. Era estarse sustituyéndose a cada rato. Carmen me llenaba y quería vivir con ella; Carmela me hacía vivir intenso, quería estar con ellas todos los días.

    Queda la figura femenina más reciente: Francia, la maestra y estudiante de grabado. La mujer con la que vivió 18 años y de la que hace cinco decidió separase. La que le ayudó a sacar adelante al hijo y que era comprensiva, al tanto de sus necesidades y de sus caprichos, por ejemplo un libro, aunque tuvieran que apretarse el cinturón algunos días. Y que un día decidió decir no más. Y se fue e hizo su vida.

    Y está Lucía que es de la que menos se sabe. Es española. Es difícil llegar a ella. De trato frío, es posible sentir el palpitar de su corazón y el temblor de su carne. Contradictoria: se aleja cuando uno la cree al alcance; se acerca cuando se piensa que todo ha terminado. Se enoja cuando no hay nada dicho de manera abierta y cancela sin palabras la esperanza. Sin embargo es ese ingrediente de la novela el que mantiene la tenacidad del lector. Sólo al terminar se da uno cuenta de que todo era una trampa para que avanzáramos sin ver los diversos pliegues de la vida de Armando y de las mujeres que vivieron con él.

    En la novela hay el encuentro, ya muy avanzada, pero lo hay. Los dos caminan hacia Tepito, el origen de Armando, viven algunas noches en hoteles del centro de la ciudad, pero no tienen futuro. No hay ese pasado de Lucía que nos permita incorporarlo de manera plena a los altibajos existenciales de Armando. Sólo hay noche, zozobra, incertidumbre, como si el espejo nocturno, el espejo de los destinos, el fulgor de la obsidiana, se impusiera. Y bueno, armando tendrá que decirnos en las últimas líneas que la Casa de España es un lote baldío, y entonces uno tendrá que ir en busca del acomodo de las partes, del re significado de lo que parecía un simple asedio desafortunado y una jornada de ventura entre las calles centenarias de la Ciudad de México.

    Ahora que Armando Ramírez ha dejado a sus obras correr solas, también hay un, acaso morboso, intento de buscar el guiño del escritor vivo con el escritor muerto. O, ¿por qué no?, del escritor muerto con el escritor vivo. En la zozobra de la soledad después de una relación de 18 años y de varias mujeres que lo destruyeron y lo reconstruyeron, por lo menos en un alto porcentaje, Armando se deja tocar por lo inesperado y lo inexistente. Lo alcanza la leyenda, la felicidad perdida con dos procedentes de dos culturas muy distantes, asentados en una casona que se levantaba sobre las ruinas de un centro de veneración a los dioses en tiempos de una nueva realidad histórica. El escritor solitario se deja seducir y tocar, aunque todo sea ilusorio. Así se prepara para la muerte.

    No debemos dejar ir uno de los epígrafes: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas…” Jorge Luis Borges. ¿A cuál Ramírez, a Éste o al Otro?

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