Opinión

metro boLuis Rojas Cárdenas/ A contrapelo

La contingencia de salud no existe en el Metro. El andén de la estación Mixcoac está repleto de viajantes. La multitud parece a punto de desbordarse. Aquí no se puede mantener la sana distancia, por el contrario, parece que el mecanismo de combate efectivo a la pandemia es el estrujamiento entre desconocidos. Tal vez, pronto aparezca algún vocero oficial afirmando que mientras más usuarios del Metro se infecten será mejor, pues más personas quedarán inoculadas ante esta amenaza. Quizás algún charlatán sin escrúpulos surja de pronto anunciando en las redes sociales que el virus se desactiva a punta de apachurrones y recomiende el uso del transporte colectivo como medida de higiene.

La línea amarilla del pasillo no es suficiente para contener a la muchedumbre. Sobre los durmientes, pegado a las vías, un ratón gordo, lento y despreocupado, mordisquea restos de comida. A mi lado, un hombre carraspea y aspira escandalosamente una, dos, tres veces. Sus fosas nasales vibran con aspereza, suenan como ronquidos de cerdo estereofónico. El estridente aseo de sus vías respiratorias deja libre su garganta; pero, a la vez, le llena la boca con un buche de flemas aprisionadas entre los dientes. Por el movimiento de sus carrillos parece masticar como si fuera chicle el bolo de mucosidades. Apunta con la vista hacia el roedor y lanza el escupitajo: falla, el animal no se inmuta, apenas unas gotas lo salpican y, goloso, continúa devorando los desperdicios.

Siento repugnancia. Asqueado, trato de alejarme del carrasposo y camino por el pasillo de seguridad, entre la multitud convertida en valla y el precipicio por donde pasan las vías. Un malencarado con cuerpo de futbolista de americano se molesta porque me paro delante de él, siento que me va a taclear e inevitablemente caeré entre los rieles. Desafiando las leyes de la física, no sin vértigo, trato de mantener el equilibrio en ese espacio imposible. A riesgo de mi integridad física permanezco en la zona de peligro, no tengo forma de romper la muralla humana que sigue fortaleciéndose. Por fin, llega un tren con el nombre de Valentín Campa Salazar, lo que me garantiza un viaje entre las tripas de un convoy estalinista de cepa. El aire de los vagones me pega en el rostro. Una fuerza descomunal me presiona contra el vagón. Abren las puertas y todo se convierte en un pandemónium: apreturas, empujones, codazos, patadas, manoseos voluntarios e involuntarios, robo de carteras y celulares. Sin duda, el Metro es el mejor transporte de la Ciudad de México y ni por eso deja de ser una sucursal del infierno.

El alud humano se desparrama al interior de los vagones como incontenible masa de lodo. El ventilador, a toda potencia, reseca múltiples gargantas, provoca fluidos nasales y desata ataques de tos a los pasajeros. Sólo uno que otro practica la “etiqueta de tos”, algunos se cubren con la mano y a otros les importa un comino compartir sus microbios. Se agarran del tubo cromado, se sueltan un momento para contener con la mano la saliva que se esparce con cada tosido e, inconscientemente, casi sin darse cuenta, vuelven a coger el pasamanos untándolo con bacterias, virus y hongos. Una mujer con rostro de fatiga lee una novela: “La peste” de Albert Camus, cada vez que cambia la página se suelta del tubo para ensalivar el dedo medio y tener adherencia sobre las hojas, rápidamente vuelve a sujetarse embarrando el dedo cargado de baba sobre el pasamanos. Un joven con mochila de estudiante estornuda a mi espalda. Siento un rocío que me humedece de la nuca a la cabeza. Una pareja de trabajadores de la construcción, con sus mochilas repletas de herramientas, se transporta platicando anécdotas y sucedidos de sus vidas en los andamios, con cada palabra asperjan microscópicas gotas de saliva sobre cara, piernas y objetos que llevan en las manos las personas que viajan sentadas. En el asiento reservado está un hombre de unos cuarenta años, el flujo constante de su nariz lo obliga a jalar aire con fuerza para que la gota que amenaza con salir no lo abandone. Cansado del goteo nasal saca de la bolsa de su camisa un kleenex arrugado y se suena la nariz dos veces, una por cada fosa, el hombre que viaja a su lado vuelve su rostro hacia el mocoso y recibe un proyectil de mucosidad que le mancha el cristal de sus anteojos. A mi lado, viaja una mujer de cabellos rojos y tacones altos que tose repetidas veces en el ángulo interno del codo, también conocido como sangradura. Me alegro por un instante que alguien se preocupe por los demás y tosa apegada a los protocolos de la Organización Mundial de la Salud. Cuando nos acercamos a la estación Zapata, me pregunta si voy a bajar. Niego con la cabeza y me hago a un lado para que se acerque a la salida, se sujeta del tubo que corre sobre mi cabeza. Al pasar cruza su brazo frente a mi cara y me restriega en el rostro la sangradura de su antebrazo: húmeda de saliva dejándome de recuerdo millones de microbios que empiezan a gotear sobre mis ojos al mezclarse con mi sudor. 

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