Opinión

periodismo canallaAlejandro García/ ]Efemérides y saldos[

De manera indirecta e inconsciente, estas ideas guardaban relación con el hecho de que su país, Estados Unidos, era la principal potencia mundial, tan omnipotente como la Macedonia de Alejandro Magno, la Roma de Julio César, la Mongolia de Gengis Kan, la Turquía de Mohamed II o la Inglaterra de la reina Victoria. Su país era tan poderoso que había empezado a intervenir militarmente en pequeñas naciones  de Europa, África, Asía y el Caribe por la sola razón de que sus gobernantes se comportaban como déspotas.

Tom Wolfe

Su singularísimo estilo ─un lenguaje rayano en lo delirante, un ingenio maléfico y burlón, una sutilísima capacidad para a captación del detalle concreto, una perspicacia inigualable para penetrar en el interior emocional de sus personajes, una agudísima capacidad para la sátira y la ironía─ creó escuela. Su aporte más original consistió en incorporar a la no ficción un elemento de la ficción: el punto de vista, en el sentido que le daba Henry James al término. Su sagacidad como observador de lo real, sobre todo en el plano público, hizo de Wolfe un cronista inigualable de las costumbres sociales.

Eduardo  Lago

En 2001, el copyright es de 2000, Tom Wolfe publicó “El periodismo canalla y otros artículos” (Barcelona, 2001, Ediciones B, 304 pp.). El libro es una especie de atar nudos con respecto al pasado y dar un recuento de situaciones para emprender el futuro en un momento en que los Estados Unidos pueden verse como los únicos triunfadores de la Guerra Fría y los dueños de un gran Imperio. Wolfe se sabe dentro de ese Imperio y en una posición privilegiada. No sólo ha sido uno de los grandes fundadores y desarrolladores del Nuevo Periodismo, sin objeciones, sino que compite por ser “el novelista” de los Estados Unidos. Su éxito con “La hoguera de las vanidades” (1987) y con la recientísima “Todo un hombre” (1998) le dan fuerza para pelearlo ante los aburridos escritores del establishment literario de Estados Unidos. A pesar del aprecio del mercado, no parece haber echado abajo las atalayas de la novela norteamericana ni, mucho menos, haberlas conquistado. Agreguemos que Wolfe murió en 2018, por lo que ahora sus libros se defienden solos.

   El libro que reseño es importante porque es casi equidistante de los rotundos éxitos periodísticos con títulos intraducibles que produjo a mitad de los años setenta, producto de su labor desde la década anterior, y la fecha de su muerte a los 88 años de edad. Más que una labor ascendente en la trayectoria del periodista, nos encontramos con dos líneas, una que crece de los 60 a mediados de los 70, el nuevo periodismo, otra que surge allí y crece hasta 1998, mientras la otra se mantiene, y las dos que comienzan su descenso hasta 2018. No se trata de regresar a un punto cero, pero sí de señalar que el Nuevo periodismo dejó de tener el vigor de origen y las novelas siguientes quedaron atrapadas en redes de estereotipos y modos comunes que las limitaron.

   El libro se divide en 4 secciones: “Enrollados” “La bestia humana”, “Vita robusta, ars anoréxica” y “El caso del ‘New Yorker’”. La primera consta de un artículo y se refiere a la forma como los estudiantes, los obreros, los académicos enfrentan el hoy de los poderosísimos Estados Unidos. Cuestiones como el lenguaje del béisbol reflejan el cambio de mentalidades al hablar de una primera, segunda, tercera base o home para las diversas etapas del asedio amoroso. También allí dedica algunas palabras para los grandes derrotados después de la Caída del Muro de Berlín y que Wolfe llama marxistas rococó.

   La segunda sección es la que me parece con más vigencia. Consta de tres artículos. El primero “Dos jóvenes que fueron al Oeste” nos entera de la vida de Josiah Grinnell y Roberto Noyce. Grinell fundó en el siglo XIX un pueblo en Iowa tomando como bases el trabajo agrícola y la iglesia congregacionalista: quienes adquirieron propiedades en el pueblo se comprometieron a no beber alcohol a perpetuidad. El segundo salió de ese pueblo y se fue más al oeste, a Silicon Valley, en el Estado de California. Allí fundó INTEL, la marquita que suele llevar casi toda computadora.

   Intel había vendido mercancía por un valor de menos de tres mil dólares y tenía una planilla de cuarenta y dos empleados. En 1972, gracias principalmente al chip 1103, las ventas alcanzaron la suma de veintitrés millones cuatrocinetos mil dólares y l patilla ascendía a 1002 empleados. En el año siguiente triplicaron el volumen de ventas –que llegó a las sesenta y seis millones- y el númerp de trabajadores se incrementó en más de un doscientos cincuenta por ciento (2,582).

   Robert Noyce tuvo que moverse ante del destino final por escenarios académicos donde la ingeniería era mal vista, sobre todo en las grandes universidades del Este. Tuvo que seguir el proceso que fue de la electricidad a la electrónica y de la invención del transistor y del circuito integrado. Allí fue donde él se convirtió en parte de las grandes aportaciones tecnológicas, contando con la infraestructura más flexible y relajada del Oeste, otra vez frente a la más pesada y convencional del Este. Con esto, los Estados Unidos estuvieron en posibilidad de competir con las otras potencias del mundo, al integrar esas novedades a su maquinaria de guerra y de tecnología ordinaria, y estar adelante en mundo de la computación.

   En “Infoverborrea, polvos mágicos y el hormiguero humano” Wolfe traza una línea sobre el destino humano con la tecnología como red que une y beneficia. Parte de Teilhard de Chardin, el jesuita francés que habló de una noosfera benefactora, pasa luego a Marshall McLuhan con su “aldea global”. Luego nos acerca a Edward O. Wilson, el fundador de la Sociobiología. Allí se enfrasca en una lucha contra los darwinistas amantes de la disertación o incluso de la filosofía, como Dennett. El caso es que todo ello lleva al despertar o al nacer de las neurociencias. En su afán por imponer a la vista de los que no lo conocen, a Wilson, por otra parte con un gran número de lectores en su momento, deja a descubierto la importancia de la reflexión, como en el caso de los memes, genes culturales, que sin duda necesitarán de buen tiempo antes de ser identificados “in situ”.

   Wilson resumió su teoría en una sola frase, pronunciada en una entrevista. Al nacer, dijo, el cerebro humano no es una pizarra en blanco a la espera de ser llenada por la experiencia, sino “un negativo expuesto a la espera de que lo sumerjan en el revelador”

   En “Lo lamento, pero su alma ha muerto” se da un paso más en el acceso al cerebro: el mapeo. El gran protagonista de la epopeya humana por fin puede ser observado a través de máquinas que registran sus reacciones en las diversas partes ante también variados estímulos. Se puede ver colores que se prenden al producirse determinada emoción o sensación. Es un golpe fatal contra los especuladores. Ahora su caballito de batalla es James Q. Wilson, partidario del acercamiento al cerebro por vías directas y que arrojen resultados numéricos, cuando se pueda. Wolfe embate contra los académicos que hicieron la vida imposible a Wilson y hace una defensa de las mediciones de coeficiente intelectual. Al final del artículo reconoce que los Wilson están más cerca de Dennett o de Dawkins de lo que parecen, no los ha planteado así antes, y que el futuro del cerebro podrá ser superior si se avanza en el terreno de la relación con la tecnología y con el conocimiento que del funcionamiento cerebral se tenga.

   La tercera sección abre con “En el país de los marxistas rococó”, una redada contra los intelectuales norteamericanos que desde la academia se han fugado a intrincados sistemas de crítica con los que critican las bases de lo norteamericano y se alinean a la tradición francesa de oposición al poder. Todo se reducía al fascismo estadounidense. Buscaban los errores o crisis para afianzar sus posiciones, como en el 29 o en el caso de la aplicación del New Deal para cebarse en ellos. La derrota del comunismo en los diversos países y la coronación con la caída del muro, mandaron a esos sectores a reconcentrarse en nuevos retos, derrotados, buscando una justificación.

   En “El artista invisible” no habla del escultor Frederick Hart, un artista al que poco se le dio lugar en los medios publicitarios y casi nada en los artísticos, pese a que realizó obras importantes de presencia pública y a que formó una especie de comunidad modelo en su propiedad. El autor nos dice si no es uno de esos casos a los que se hace justicia, apenas cinco minutos después de muerto.

   “El Gran Reaprendizaje” es lo que viene. La derrota de los comunistas se ha dado, la derrota de marxistas y freudianos también. ¿Qué es lo que sigue? De Pero Grullo: aprender de nuevo. Hay peligros evidentes, el SIDA es uno de ellos, los otros los ha dado en el transcurso del libro, los riesgos ideológicos.

   “Mis tres comparsas” es una tensa disputa con tres novelistas importantes: Norman Mailer, John Updike y John Irving, quienes han escrito críticas demoledoras a propósito de su novela “Todo un hombre”. Wolfe da los retrocesos necesarios para dar un estado de la situación en la novela norteamericana. No deja títere con cabeza. Desde luego, respeta a unos cuantos, es explícita su filiación a Steinbeck, pero la intención es reacomodar las figuras y acomodarse en una situación privilegiada, si no es que la de mayor altura. Esgrime ventas, cambios de estilo, salida del aburrimiento, vuelta al carnaval nacional. Desde luego ya no se trata de una justificación para ocupar el lugar que cree merecer, sino de un quitar y poner o por lo manos así parece la situación planteada.

   La novela estadounidense se muere, y no de obsolescencia, sino de anorexia. Necesita alimento. Necesita novelistas, con un apetito voraz y una sed insaciable de Estados Unidos, tal como es ahora.

   La última sección consta de cinco artículos. Me parece que son los que más han perdido actualidad e interés. Muestran el desgaste del tiempo y de los lectores, interesados por otros temas. No dudo que Wolfe conserve lectores de culto, aumentarán si sus libros se eclipsan en las ventas. Para un lector común es fatigoso seguir el artículo fuerte que se publicó en los años 60 parodiando desde New York al New Yorker. Se entiende que se ironiza el estilo lento, aburrido, asincronizado del famoso director, pero no resulta convincente al público de hoy sin las marcas referenciales y sí, a veces resulta, un poco canalla, sin la gracia de la complicidad entre lector y escritor.

   Sin duda no está en juego el futuro de Wolfe como periodista, pero sí lo que siempre ambicionó, ser novelista. Añoraba realizar lo que hizo con el periodismo, tomar decisiones e intervenir de manera decisiva en las fuerzas al interior del campo. Lo intentó. Según Updike, Mailer e Irving, su campo siempre fue otro. Según Eduardo Lago tampoco le alcanzó.

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