Opinión

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Luis Rojas Cárdenas/ A contrapelo

Empujado por la necesidad de aprender a escribir bien, me acerqué a Huberto Batis. En aquel tiempo (1987), mi experiencia periodística era raquítica y mi ortografía pésima; solamente había publicado volantes, panfletos, gacetillas, folletos y periódicos elaborados con más entusiasmo que periodismo; a pesar de esas limitaciones, me sentía un escritor consumado. Hasta entonces, todos mis textos eran resultado de mi no muy aguzada intuición. Los únicos comentarios a mis escritos, los había escuchado de boca de mis amigos, que andaban tan perdidos como yo. Por eso quería saber qué opinión le merecían mis textos a un profesional del periodismo.

   El ocio que me brindaba el desempleo se conjugó con la casualidad, así fui a dar al taller de periodismo literario de Huberto Batis, de quien tenía vagas referencias. Antes, ya había frecuentado otros talleres de literatura, en aquellos años los patrocinaba el ISSSTE en diferentes puntos de la Ciudad de México. Edmundo Valadés impartía uno muy bueno de cuento; Ethel Krauze coordinaba uno de poesía; David Huerta tenía a su cargo otro de poesía, donde también se revisaban cuentos; y Huberto Batis, en el museo Carrillo Gil, dirigía el de periodismo literario, donde eché raíces luego de andar dando tumbos de un taller a otro. Por fin había dado con el grupo de formación literaria que me interesaba.

   El taller de Batis era sui generis. En una sala del museo, leía en voz alta y corregía los textos que le entregábamos, como si estuviéramos en su oficina del unomásuno. Allí mismo pagaba los textos publicados en el diario. Las primeras veces que asistí, me revolcaba de risa al ver cómo destazaba los escritos de los demás, hasta que advertí que el único que reía era yo, al mirar a mi alrededor y pude sentir la tensión del ambiente, pues Batis masacraba sin piedad el ego de uno y otro aprendiz de escritor. Todos los concurrentes permanecían con cara de funeral, mientras Huberto hacía su labor de verdugo, con su guillotina de comentarios mordaces descabezaba todos los escritos, y yo me retorcía de la risa festejando aquella carnicería: esa fue mi novatada, casi muero de vergüenza al darme cuenta del bochorno que los sarcasmos representaban para mis otros compañeros. Cuando leyó mis primeros textos, comprendí el porqué de la rigidez en el ambiente, me divertía tanto con los comentarios sanguinarios que no había advertido que el taller era la casa del jabonero y, en algún momento, todos pasaríamos por la crítica ácida de Batis. No importaba de qué humor estuviera Huberto, siempre se escabechaba a los autores de los textos que no le gustaban o evidenciaba con agudeza las fallas que pescaba al vuelo en los escritos. Recuerdo con claridad que su humor cambiante, lo hacía parecer una especie de doctor Jekyll que se transformaba súbitamente en el señor Hyde, sin razón aparente pasaba de la felicidad a la ira, su tono de voz se elevaba amenazante, los labios se le resecaban, se le ponían blancuzcos, algunas veces parecía dispuesto a pasar de los gritos a las manos. Las horas que duraba el taller eran de miedo, adrenalina y catarsis. Al final del taller algunos salían con la autoestima elevada y otros llevaban a cuestas la humillación y la vergüenza que les impedía regresar a la siguiente sesión.

   Mis primeras colaboraciones aparecieron publicadas en el diario, fueron las crónicas urbanas que entregué en el taller, en ellas recreaba mis vivencias y las de mis vecinos del municipio de Ecatepec, estado de México, de allí salte al suplemento sábado, empecé con una reseña del libro La vida misma, de Paco Ignacio Taibo II, al momento en que la leyó, Batis comentó: “Qué bien, a este cuate nadie le hace caso, tráeme más textos de los Taibo”. Desde ese momento, continué entregándole reseñas de libros, luego intercalé ensayos, un cuento que publicó como Crónica de sábado, reseñas de presentaciones de libros y una serie de versos sicalípticos titulada: Sonetos para leer en la cantina. Estos sonetos se publicaron en las páginas 14 y 15 de sábado: las más leídas del suplemento, también llamadas las páginas de los locos. Por haber publicado en las páginas de los orates, me queda una sensación parecida a lo que dice el tango: “La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”.

   Con una habilidad innata, Huberto siempre hacía trizas lo que no le gustaba, en una ocasión le entregué la reseña de un libro muy malo, escrito por Fernando Rivera Flores, cuando Batis lo revisó en mi presencia, levantó su mirada del texto y la clavó en mis ojos, no sé si esperaba una explicación satisfactoria o me estaba diciendo pendejo con un lenguaje visual. De pronto explotó, me lanzó un regaño que se transformó en resignación: “y, si es tan malo este libro, ¿para qué lo reseñas?”, yo enmudecí sin poder darle una respuesta y, como permanecí en silencio, continuó la revisión del escrito. Cuando leyó en la ficha del libro una aclaración, en el sentido de que el autor era becario del Centro Mexicano de Escritores; a manera de corrección, Huberto anotó con lápiz un simple, pero venenoso: “(SIC)”. Siempre me costó trabajo entender lo que quería Huberto, pues por un lado decía “este es un periódico, nos interesa publicar noticias frescas, escribe sobre novedades editoriales”; y, por otro lado, a otros reseñistas les publicaba artículos sobre libros que hacía mucho habían sido retirados de las mesas de novedades, como es el caso de una reseña escrita por Ignacio Trejo Fuentes, sobre el mismo libro de Fernando Rivera Flores, que apareció publicada en el suplemento tres años después de la mía.

   Las pláticas con Huberto siempre eran divertidas y jugosas, de pronto se preguntaba: “¿Por qué algunas personas acumulan libros?”, y a continuación respondía: “Porque no leen, por eso acumulan bibliotecas enteras. Hay quienes leen y, conforme terminan la hoja, la arrancan para tirarla. Una vez leída, la página es papel que ya no sirve de nada, es basura”. Luego, cambiaba de tema: “Sabines es el poeta con más público, nadie le gana en popularidad, ni siquiera Octavio Paz, siempre atiborra los auditorios”. Algunas veces interrumpía la lectura y soltaba un comentario relacionado con el texto: “El personaje de esta crónica es como Crates, el filósofo recreado por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias, defeca en plena calle”, remataba con gesto de repugnancia como si lo estuviera viendo. A veces, su rostro irradiaba asombro: “En el libro Elías Nandino: una vida no/velada, de Enrique Aguilar, nos enteramos de que hay homosexuales a quienes no les gusta enamorar a afeminados y cortejan a hombres heterosexuales que simbolizan la masculinidad y el machismo –y expresaba con asombro–: yo no sabía eso”. Siempre mostraba interés en los temas de lo erótico y lo pornográfico, alguna vez comentó “La réplica de la escultura de Jesús Contreras, que está en la Alameda es pornográfica. Esas nalgotas son pornografía pura. En el idioma español no existe buena poesía erótica, porque el lenguaje está sometido por el moralismo. Si se mencionan las nalgas en un poema, la censura se desata porque suena muy fuerte, y ¿quién puede hacer buena poesía utilizando la palabra pompis?”

   No sé si el sábado de Batis haya sido el mejor suplemento cultural de América Latina, como se decía en aquella época; pero sí tengo la certeza de que era uno de los mejores. A pesar de que en nuestro país enfrentaba una competencia muy reñida, había una oferta importante de suplementos y revistas culturales como La Jornada Semanal, que en sus mejores momentos estuvo dirigida por Juan Villoro y Roger Bartra; Arena de Excélsior, capitaneada por Lisandro Otero; El Semanario de Novedades, por José de la Colina; el Dominical de El Nacional, por Fernando Solana Olivares y Raúl Trejo Delarbre; El Búho, de Excélsior, comandado por René Avilés Fabila, que tenía como colaboradores de planta a importantes figuras como Martha Chapa con La manzana en la Flecha, José Luis Cuevas con su Cuevario, Héctor Anaya con La culta polaca por supuesto, Andrés Henestrosa, Marco Aurelio Carballo, Otto Raúl González, Carlos Illescas, Jairo Calixto Albarrán y Griselda Álvarez, que tuvo el tino de glosar cada uno de los artículos constitucionales en forma de soneto, después los integró en un libro de muy buena factura.

   “Se van los mejores colaboradores del sábado y se quedan los pendejos –decía Batis con un tono de molestia–. En otros lados les pagan bien. Aquí reciben una miseria por sus artículos, y ejemplificaba: en El Ángel, a un autor consagrado le dan tres veces lo que a un escritor novel, según el sapo es la pedrada”.

   Había mucho movimiento en la plantilla de colaboradores del suplemento, salían unos y entraban otros igual de buenos o mejores, lo que mantenía un equilibrio de calidad. sábado fue un abrevadero del que se nutrieron los más importantes suplementos culturales de la época. A las páginas de La Jornada Semanal migraron las firmas de algunos de los principales autores sabatinos como Ignacio Trejo Fuentes con su columna Salivero; Enrique Serna con Traspatio; y Naief Yehya, quien se perpetuó en este suplemento con La Jornada Virtual. José Antonio Alcaraz pasó a El Ángel con Dimes sin Diretes. También anduvieron por las páginas de El Búho, José Luis Ontiveros, Ignacio Trejo Fuentes y Roberto Vallarino, entre otros. La revista Despegue también albergó a muchos colaboradores de sábado, y qué decir de la revista Generación, encabezada por Carlos Martínez Rentería, quien también colaboraba en el suplemento de Batis.

   El suplemento fue una especie de útero editorial en donde se gestaron innumerables libros con los artículos que semana a semana entregaban los colaboradores, sin contar las novelas por entregas o folletones publicados en sábado, entre otros: Un cadáver llamado Sara, de Malú Huacuja y Taliesín, de Roberto Vallarino. Muchos de los textos publicados, se encontraban en estado larvario y con el tiempo se transformaron en libros: Las caricaturas me hacen llorar de Enrique Serna, la columna de eros de Andreas der Mond dio vida a libro Erótica, la otra orilla del deseo, el Fondo de Cultura Económica publicó La musa y el garabato con los artículos de Felipe Garrido; todos los poemas de Raymundo Ramos, gestados en su Mesa abierta, pasaron a formar parte de Poiesis, Poesía hasta donde va; los relatos firmados por Peggy López (seudónimo de Guillermo Juárez Fadanelli), dieron vida al volumen: No hacemos nada malo; los poemas de Juan Carvajal acabaron en el libro Poesía reunida, sin olvidar los libros que de Catalina Miranda que se han nutrido en sábado.

   En la época en que un buen número de colaboradores de sábado exaltaron como musa a la “actriz”, Bibi Gaytán, el suplemento recibió múltiples y feroces críticas por la banalización de ese sagrado espacio cultural. Ante esas críticas, Huberto, enfurecido decía: “No entienden de qué se trata este juego”. Experimentos como el de la bibimanía, lo publicado en las páginas 14 y 15, el Desolladero, el Desfresadero, las cartas del Diablo y del Santo, el Buzón de abejarreina, el Diván, las columnas eróticas, los cartones de Kemchs y el sadismo de Denisse, me dan la certeza de que sábado era un laboratorio de periodismo cultural cargado de vigor.

   Cuando Huberto dejó la dirección del suplemento, en el 2000, ya se estaba convirtiendo en el Fidel Velázquez de suplementos. Sólo para ilustrar, diré que durante el mismo periodo en que llevó las riendas de sábado, su principal competencia, La Jornada Semanal, estuvo a cargo de diferentes directores: Fernando Benítez, Braulio Peralta, Roger Bartra, Juan Villoro y Hugo Gutiérrez Vega. Sin duda, el factor principal de su permanencia fue la calidad de sábado. Es innegable que el suplemento tuvo caídas, pero se recuperaba rápidamente. De una manera u otra, logró mantener vitalidad y el interés hasta el final de sus días. Murió como los árboles: de pie.

   En el Desolladero, sólo recibí un rozón de Alejandro Sandoval Q., quien envió una serie de críticas porque consideraba que no se hacía un buen trabajo de corrección de estilo en el suplemento. Primero publicó un Desolladero titulado Moravia y el itañol, a lo que a Huberto no le quedó más remedio que responder de la siguiente manera: “Tiene usted la razón. Di los textos a la redacción sin leerlos. Se me cae la cara de vergüenza. En descargo de la correctora, diré que estaba en España y que su trabajo fue hecho por una suplencia.” Posteriormente, Sandoval envió otro Desolladero que en el encabezado deja ver la molestia que ocasionó a Batis: Sigue empeñado en enseñarnos el castellano, en donde Sandoval se dedicó a pescar erratas de una docena de artículos, en esa relación criticó mi empleo de la frase “todo mundo”, cuando la forma que sugería como correcta era “todo el mundo”. Por otra parte, en una sola ocasión participé como desollador. Luego de publicar en sábado una reseña sobre un libro Rafael Ramírez Heredia: Por los caminos del sur, que me pareció un promocional de la Secretaría de Turismo del estado de Guerrero, en el que el autor se ceñía a narrar sus recorridos de una cantina a otra. En una entrevista Ramírez Heredia manifestó su molestia por la reseña que no le fue favorable, de un muchachito que no recordaba su nombre. Por lo que envié el Desolladero, para burlarme de las opiniones que expresó sobre mi trabajo. Con una puntería de arquero olímpico, Huberto tituló mi escrito: Para que Rafael Ramírez Heredia recupere la memoria.

   El Desolladero era una ventana que permitía asomarse a las cañerías de la literatura nacional. También era un ring de lucha libre, donde se rompían el alma los escritores consagrados, los aprendices, los lectores, los editores de libros, los libreros y hasta los correctores de estilo. Por ejemplo, en una serie de desolladeros Fernando Tola de Habich y Sandro Cohen se dieron hasta con la cubeta. Sólo Batis podría publicar en un Desolladero lo siguiente: “He llegado a creer que su suplemento en lugar de tener colaboradores tiene verduleras. Tola y Cohen parecen putas ofendidas. Quizá sería una buena idea cambiar el nombre al Desolladero por el de Los lavaderos. Un beso para usted, / La Castellanos” (1). En el desolladero, además de insultos, se podían leer sobrenombres ofensivos como los que le endilgaron al escritor de origen colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño, a quien se le etiquetó con los siguientes apodos: Garrapatas, Garrafina, Prepucio Garapiñado, Garra-zul, Garravieja, Aguamiel Garrafas, macho-man sudaca, Garra-sucia, Gran Caperuzo (Garra-corta) (2). Por su parte, Ignacio Trejo Fuentes le puso un hasta aquí a Juan José Barrientos, quien dolido porque no obtuvo el premio Comitán de Domínguez para periodismo literario en la rama de ensayo, dedicó unos desolladeros a Trejo Fuentes, que había participado como jurado en el certamen, la respuesta de este último se dio de la siguiente forma: “¿No eres tú a quien apodan El Loco? ¿El mismo que huyó de Alemania sin terminar un supuesto programa de estudios acuciado por requerimientos judiciales de aquel país por no haber pagado la renta del apartamento donde vivías? ¿El que entregó aquí como supuesto comprobante de la finalización de estudios los citatorios naturalmente escritos en alemán y con varios sellos sobre un papel membretado en la creencia ilusa de que los funcionarios universitarios que te becaron, por no conocer el alemán, creerían tu asquerosa patraña? (3).” Por una temporada larga, el crítico de cine Gustavo García ocupó el espacio del Desolladero, al grado de alcanzar la honra de convertirse en el más desollado, el más vituperado del momento. Francisco Sánchez hizo una descripción de Gustavo García: “… eres un empleado de Televisa, un colaborador de unomásuno y sábado, un empleado en la escuela donde das clases y un ufano pepenador de conferencias, mesas redondas, viajes a provincia y presentaciones de películas y libros. Afirmas que yo hago un doble juego ‘en espera de la siguiente chamba’. Es una típica especulación tuya. Yo no soy chambista. El chambista, Gustavo, eres tú. ¿No te habías dado cuenta? (4)” La respuesta del crítico de cine resultó graciosa: “P.D. Advierto a Francisco Sánchez, de la manera más atenta, que si vuelve a hacer la menor referencia a mi vida privada en algún escrito, lo consideraré como una autorización expresa para partirle el alma con un pañal cagado por mi hijita (5)”. Ese ultimátum del Kleen bebé me pare pueril.

   El suplemento sábado era leído en todo el país. De toda la república llegaba correspondencia a la mesa de redacción. Durante los años que viví en Pénjamo, Guanajuato, (1992-1995) únicamente había dos puestos de periódicos y revistas en el pueblo, extrañamente a uno de ellos llegaban once ejemplares del unomásuno y al otro nada. El único que compraba este diario en aquel poblado era yo, de los otros diez ejemplares se recortaba la cinta con el encabezado del diario para su devolución. Pero había sábados en que no llegaba el diario lo que me obligaba a trasladarme a La Piedad, Michoacán, a 40 kilómetros de distancia, o a Irapuato, a 50 kilómetros, en caso de no conseguirlo en ninguna de estas dos ciudades, me iba a León (en aquel entonces no había autopista y eran aproximadamente 120 km desde Pénjamo), donde sin falta lo conseguía en las tardes. Cuando viví en Celaya (1996), el diario llegaba a las 11:00 de la mañana, pero había que esperarlo unos minutos antes en la tienda de revistas, porque se acababa en un instante y, si no se obtenía al momento en que llegaba, había que buscarlo de puesto en puesto en toda la ciudad, con el riesgo de ya no conseguirlo ni en Querétaro. Los vendedores se negaban a apartarlo. Viví en Tehuacán, Puebla, en 1997, allí no hubo problema, sólo era necesario encargarlo con dos días de anticipación.

   Fui un consumidor compulsivo de sábado, las veces que se me dificultaba su adquisición y no lograba conseguirlo andaba de mal humor todo el día. El suplemento sábado regulaba mi estado de ánimo los fines de semana.

   Con el fin del sábado de Batis, se fue una época del periodismo literario mexicano.

  Huberto Batis muere dejando un legado importante para el periodismo cultural de nuestro país.

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1. Sábado / 20 de junio de 1992 / 768

2. Sábado / 16 de enero de 1993 / 798, de Tantadel Argote a Marco Tulio

3. Sábado / 17 de septiembre de 1988 / 572

4. Sábado / 31 de diciembre de 1988 / 587

5. Sábado / 7 de enero de 1989 / 588

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