Opinión

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Víctor Corcoba Herrero/Algo más que palabras

En este mundo cruel, en el que cada día nos reinventamos nuevos tormentos, la sociedad debe ocupar el lugar de las víctimas y dar respuestas a sus voces. No pueden sentirse abandonados a su suerte, hay que atender a sus necesidades, escucharles siempre, que no se sientan olvidados, sin apoyo, solidarizarse con su martirio, adherirse a su tristeza, hasta el punto de que hallen en nosotros una mirada de consuelo, un abecedario de alivio, ya no solo de las instituciones, sino también el abrazo de sus mismos análogos en el camino. Tenemos que recuperar esas vidas ahogadas, perdidas y sin ganas de levantarse, pues sus traumas suelen ser verdaderamente difíciles de sanación. Sin duda, todos estamos llamados a garantizar el respeto universal de los derechos humanos y del estado de derecho como pilar fundamental de la lucha contra cualquier tipo de abuso. Ha llegado el momento, por tanto, de hacer frente a las condiciones que propician la propagación de estos calvarios. Activemos redes de sustento para esas gentes que han sido asoladas por la fuerza del maltrato, por el atropello de los sembradores del terror, o por la violencia de la dominación. Deberíamos aprender de nuestro pasado y debería haber elevación de responsabilidad, tanto de los agentes abusadores o sembradores del terror, como por parte de aquellos que miraron hacia otro lado y permitieron que se produjera la salvaje acción.

   El salvajismo nos ha vuelto seres sin escrúpulo alguno, de una frialdad superior a la de las bestias más bárbaras, lo que nos exige a todos, cuando menos un mayor interés colectivo. Tenemos que volver a esas sociedades más armónicas, y convertirnos como ese orgulloso hijo del continente africano, Kofi Annan, recientemente fallecido, en todo un guía del diálogo, en un inventor de la palabra justa para la resolución de problemas, no en vano dirigió a la Organización de las Naciones Unidas hacia el nuevo milenio con una dignidad y determinación inigualables, tal y como hoy reconocen multitud de dirigentes que trabajaron junto a él, con la persistente ilusión de caminar hacia un mundo más humano y solidario. He aquí, una de sus célebres citas, que escribió para la UNESCO, el año 2011: “Debemos actuar a un nivel más elevado para prevenir los conflictos violentos antes de que ocurran. Necesitamos desarrollar una cultura de paz. El principio fundamental de esa cultura debe ser la tolerancia. Es decir, la capacidad de apreciar y celebrar las diferencias que conforman la variedad y riqueza de nuestro planeta”. Ciertamente, bajo este lenguaje de la consideración al semejante, descenderían el número de víctimas, y por ende, esa naturaleza maligna naciente del odio y despreciativa de toda existencia.

   Por desgracia, debido en parte a esa falta social de deberes éticos y morales, se han disparado los seres vivientes sacrificados o destinados al sacrificio. Esto es lo grave, lo gravísimo del momento presente, las inútiles contiendas que nos producimos a diario entre nosotros mismos, muchas veces avalados por una legión de cómplices. No importa la multitud de agraviados, con tal de imponer el miedo y el dolor. Esta no es la atmósfera que nos merecemos. Necesitamos caminar juntos. No hay que tener miedo a las diferencias. Estamos llamados a entendernos. Lo fundamental es ponerse en el lugar del otro. Nos hace falta otro espíritu más auténtico que impregne nuestras jornadas en expresiones de servicio, en un ejercicio responsable y generoso de la propia misión humanitaria. Quizás exista una sola tristeza, la de no ser buenos acompañantes, buenos auxiliadores, más vivos y más humanos en definitiva. Indudablemente, no es sencillo transformar este hábitat de habladurías fáciles por otro de honduras del alma, que es como en realidad se construye la paz y se hace amigos. Sea como fuere, no puedo dejar de recordar aquella pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino cuando se planteaba cuáles son nuestras acciones más grandes, cuáles son las obras externas que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Sin dudar, él respondió que son las obras de misericordia con el prójimo. En efecto, son esos actos de donación verdadera los que acrecientan en nosotros un sentimiento de humanidad que nos engrandece. Ayudémonos en este intento de esperanzarnos como familia. Al fin y al cabo, todos somos víctimas de algo o de alguien. A renacer se aprende llorando conjuntamente. Así compartiremos, luego, una placidez que nadie nos podrá quitar.

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