Opinión

Leonardo Sciascia2
Alejandro García/]Efemérides y saldos[

A Carlos Ríos Martínez

Así que hay diez empresas: y nueve aceptan o piden protección. Pero se trataría de una asociación un tanto mísera, ya me entendéis de qué asociación hablo, si debiera limitarse solamente al cumplimiento y a las ganancias de lo que llamáis guardianía: la protección que ofrece la asociación es mucho más amplia. Obtiene para vosotros, para las empresas que aceptan protección y reglamentación, las contratas de licitación privada; os da valiosas informaciones para concursar en las de pública subasta; os ayuda en el momento del examen pericial; hace que se porten bien los trabajadores. Se entiende que si nueve empresas han aceptado protección formando una especie de consorcio, la décima, que la rechaza, es una oveja negra

Leoardo Sciascia

Las primeras novelas de Sciascia, que le permitieron afirmarse rápidamente en Italia como una personalidad singular y original, datan de fines de los años cincuenta. Y a partir de 1961, la editorial Flammarion ofrecía a los lectores franceses El día de la lechuza,  primer ejemplo de un género que Sciascia explotaría con frecuencia: la novela policiaca en la que la investigación no es solo un simple ejercicio de deducción lógica, sino que sirve de pretexto a una demostración de carácter social y político.

Mario Fusco

Salvatore Colasberna fue asesinado a tiros cuando iba a abordar el autobús foráneo en la plaza de S., en Sicilia. A punto de arrancar el vehículo, al frente chofer y cobrador, un vendedor de tortas muy cerca ofrecía su producto caliente, el hombre vestido de oscuro no alcanzó a pisar el primer escalón, dos disparos lo derribaron. A los pocos minutos sólo quedaron el conductor, su ayudante y el muerto, de modo que cuando llegaron los carabineros hubo necesidad de buscar al vendedor, quien lo único que afirmó fue haber visto salir los disparos detrás de unos paquetes en la esquina de la plaza. Nada más. Colasberna era el dirigente de la cooperativa Santa Fara, empresa constructora formada con dos de sus hermanos y cuatro o cinco albañiles. Salvatore mismo era albañil haría cosa de diez años. Santa Fara hacía casas y edificios de buena factura.

   Al frente de la investigación quedó el capitán Bellodi, hombre del continente y del norte, de Parma, fino de modos y ordenado en sus operaciones. Citó a los hermanos de Colasberna para buscar posibles móviles del crimen. En realidad quería obtener de ellos un mensaje escrito (su nombre, dirección) para cotejar su letra con la de una carta anónima. En ella se decían más cosas que las que pudo obtener de aquellos hombres cortos de palabra y avergonzados por estar en indagaciones judiciales.

   En la antesala, los cooperativistas coincidieron con una mujer joven y guapa que esperaba a la autoridad para anunciar que su marido, Paolo Nicolosi, podador de oficio, no había vuelto a su casa después de la jornada de trabajo. Producto de la inercia en que vivían los ayudantes de Bellodi, el asunto de la mujer no era más que resultado de alguna borrachera. Ya aparecería. Pero no para quien formado afuera, sin estar sometido a la automatización, buscaba la liga entre acontecimientos que no se dejaban atrapar y que no parecían conectados.

   El día de la lechuza (1961, reeditada en México en 2008 por Tusquets, 147 pp.) arranca con un asesinato sin testigos, a pesar de que se comete frente a un camión atestado de pasajeros. La inasibilidad es una de las características de esta novela. Sin Bellodi, el asunto se hubiera archivado por falta de pruebas. Por la constancia y por la diferencia de la mirada y la actitud frente a la aplicación de la ley, se puede conectar que el día del crimen, la esposa de Nicolosi pudo enterarse de que su marido había salido a la calle y se topaba con un hombre. Regresó al interior y dijo un apodo. El matrimonio vivía por la calle que desembocaba a la plaza por el sector donde se hicieron los disparos, por lo que la enunciación de Paolo era un reconocimiento del asesino.

   No sólo no se dejan acotar los acontecimientos, sino que hay un elemento que todos reconocen, pero que todos callan, la existencia de la mafia. Desde muy pronto, Bellodi olisquea el asunto de la protección a la empresa. Colasberna se niega a pagar para que no le suceda nada a su empresa, a sus socios, el que no le peleen el piso, el que consiga contratos ventajosos y que cubra los requisitos sin mayor problema. Prefiere atenerse a la legalidad y ganar lo que puede y lo que quiere. En Sicilia el problema es parte de lo cotidiano, se convive con ello, pero a nivel nacional no se quiere reconocer que el asunto ha ido transformándose de un asunto doméstico a una inserción en el mundo del capitalismo más avanzado. Durante el fascismo, Mussolini mandó a un funcionario a que sometiera con mano de hierro a la mafia. Nunca la venció, aunque dejó huellas del maltrato entre los mafiosos y entre la población. En el presente la mafia se ha diluido en la red social, en los parlamentos, en las oficinas de gobierno, ha buscado la normalidad y convertir lo torcido en recto. A nivel local, la violencia se escala, va sobre nuevas oportunidades,  y somete a las instituciones.

   Calogero Dibella, alias Parrinieddu, es el soplón de la policía. A él recurren para sacar información. Él la administra, pues su papel es de dos caras: ante la mafia, ante la autoridad. Debe buscar el exacto equilibrio en que no caiga en alguno de los lados. Tras una entrevista, da dos nombres, posibles autores intelectuales del asesinato del constructor. Eso le cuesta la vida, ha infravalorado el real valor de esos hombres, quienes han recurrido a instancias mayores y pedido su permiso para eliminar, nuevamente sin dejar huellas contundentes.

   También el podador está muerto. Se le encuentra en una grieta. La viuda recuerda el apodo pronunciado aquella mañana: Zicchinetta, alias de Diego Marchica, un hombre dado a los líos y a los delitos. En Roma se preocupan por el rumbo de las investigaciones, más cuando son aprehendidos Marchina, acusado de disparar contra Colasberna; Rosario Pizzuco, el que contactó a Marchina y amarró el ajuste de cuentas, y Mariano Arena, un hombre de bien entre los sicilianos y más allá, en el régimen en turno. Los nombres de los dos últimos constan en un mensaje de Dibella, antes de ser asesinado.

   El problema está en tener las pruebas irrebatibles. Marchina es fácil, dado su historial y es el que confiesa su acción. Contra Pizzuco está la declaración de un muerto y de un delincuente. En el caso de Arena, el lado fácil es su declaración de impuestos, ha pagado menos que los escoltas de S. y ha señalado ganancias por más de 50 millones. Roma tiembla aún más porque hay fotos de Arena con gentes de altura, entre ellas con un Ministro.      

   De pronto la novela ya no trata el asunto de Colasberna. Eso ya no importa, porque los intereses son lo importante y no se dejan atrapar. Entran las manos que cambian la historia y las decisiones. Y actúan en el lugar más seguro dentro de la investigación: la declaración de culpabilidad de Marchina. La fabrican una coartada: Marchina se encontraba a muchos kilómetros de distancia en el momento de los disparos de la plaza de S. Si la mujer de Nicolosi era un testimonio, éste cae moralmente ante la autoridad cuando se le comprueba que mantiene relaciones sexuales fuera de su matrimonio. Para colmo de males, Bellodi pide un permiso de vacaciones. Va a Parma. Su sustituto derrumba su castillo de naipes.

   El día de la lechuza no sólo pone en evidencia el avance de la mafia dentro de los circuitos de la política y de la aplicación de la justicia, también nos da una panorámica de esa Italia dividida entre el norte y el sur, en donde a la industrialización se le adjunta una carta de buena moral y principios enaltecedores, mientras que Sicilia es el atraso y la perenne entrega al delito. También hay una visión de condena a las actitudes de resistencia. De todo lo que la Sicilia o Italia de la posguerra no pueden explicar responsabilizan al comunismo. Arena reconoce que Bellodi lo trata bien, le otorga la mayor condición en su escala “es un hombre”, el soplón Dibella es un “cuacua”, un pato, un animal. Pero sabe que Bellodi es su enemigo. Otros ven en el capitán al continental, al norteño, al partisano, al comunista. Son dos concepciones del mundo que los simplistas de ahora pueden cincelar con el llamado triunfo de la libertad en el capitalismo o en el mundo libre.

   El asunto para Sciascia y para su personaje Bellodi está más allá de Sicilia, para Sciascia Sicilia es su terruño y por lo tanto digna de ser amada y respetada, pero ante todo tiene derecho a ser libre, a no ser sometida y mucho menos a sólo ser vilipendiada. Es el reto del hombre frente a los valores de crítica, libertad, igualdad, fraternidad y distribución justa de la riqueza. Es el, primero, reconocer que el espacio se corrompió, que el hombre fue víctima de la corrupción y la discrecionalidad y la impuso por la violencia. Desactivar sus mecanismos, segundo, es tarea difícil y compleja, pero los funcionarios del día a día se han olvidado de los ideales, Bellodi está a prueba en sus días de permiso, aunque lo más probable es que regrese a Sicilia, tal vez derrotado en el caso  Colasberna, pero dispuesto a emprender de nuevo la lucha.

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