Opinión

José Emilo Pacheco
Alejandro García/]Efemérides y saldos[

Si Chesterton hoy puede parecer iluso, lo fue por su amor al ser humano y hacia quienes más vivamente lo encarnan: los pobres. Nunca fue mezquino y las tres cualidades que lo definen (aparte de las intelectuales) fueron tres palabras que ya no figuran en nuestro vocabulario: integridad, bondad, caridad.

Chesterton era generoso porque era también esa anomalía: un hombre y un escritor feliz. A diferencia de casi todos sus colegas, estaba enteramente libre de ponzoña. Aun en sus polémicas más enconadas, el ataque era jovial porque “la intolerancia es la indignación de quienes no tienen opiniones” y “el hombre está hecho para dudar de sí mismo”

José Emilio Pacheco.

José Emilio parecía al margen de esas exultantes posibilidades, incluidas las rituales peregrinaciones a los lugares sagrados de la Revolución cubana, caña de azúcar, canciones de Carlos Puebla, el libro de Régis Debray sobre el Che y Fidel, playas doradas, habanos a discreción y mulatas delicadas y fogosas. Él, encerrado en su cuarto con obstinación de monje, seguía dando forma a los finales de su novela, que podrían haber sido incesantes —obra “abierta”, como decía Umberto Eco por entonces—, dada la historia que narraba y el modo de enunciación en el que se había internado, con una originalidad que ya entonces, en esas pocas páginas que me hizo leer, reconocí de inmediato.

Noé Jitrik

José Emilio Pacheco cuenta en algún “Inventario” las gestiones de Juan Ramón Jiménez para que Gabriela Mistral (Premio Nobel de Literatura 1945) apoyara la candidatura de Alfonso Reyes a fin de que se le concediera tan alto reconocimiento. En palabras del autor español (galardonado en 1956) “Ella insiste en el que premio es sólo paras creadores. Y yo le dije: ¿Pues no es Alfonso Reyes un creador aun en el artículo periodístico? ¡Hay tantas cosas que crear en este mundo mal creado!”.

   No sé si para entonces ya lo habían ganado Bertrand Russell y Winston Churchill (1950 y 1953), tampoco conozco las opiniones de la poeta Mistral sobre el caso. Lo que aquí es relevante es la importancia de un escritor como Alfonso Reyes, a quien se le sustrae o se le regatea la creación en la ensayística, y las gestiones individuales y de grupo que tornan el Nobel de Literatura muy similar al de la Paz en cuanto dejar a un lado la genialidad que merece premios por candidaturas sostenidas por grupos de simpatía, solidaridad, poder. Con el otorgamiento a Bob Dylan y a Svletana Alexiévich, la cancha parece abrirse a otros campos artísticos en el primer caso y al ejercicio periodístico en el segundo.

   José Emilio Pacheco (1939-2014) cuenta al menos con dos libros sobre su obra: La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica, selección de Hugo J. Verani y José Emilio Pacheco: Perspectivas críticas, coordinado por Pol Popovic Karic y Fidel Chávez Pérez. Está también el legendario La narrativa de José Emilio Pacheco de Yvette Jiménez de Báez, Diana Morán y Edith Negrín, cabeza de un proyecto de El Colegio de México, bajo cuyo sello editorial apareció. Hay muchos más libros sobre su obra, pero poco espacio para su ejercicio periodístico. Ser autor de Morirás lejos y Batallas en el desierto lo convierten en un autor imprescindible en las letras mexicanas, más ahora que parecen reacomodarse autores y obras tras la muerte de Octavio Paz y Carlos Fuentes. Morirás lejos sacó a la literatura mexicana de su temática interna y sin dejar de lado la gran ciudad, nos llevó a la gran patología del siglo XX y a su raigambre. Batallas en el desierto es una pequeña obra maestra que han hecho los lectores, arrebatando cualquier dictamen académico o de círculos de poder cultural. Y en el caso de la poesía su presencia es no menos indiscutible, más discreta que otras, más permanente y constante que el Premio Aguascalientes (No me preguntes cómo pasa el tiempo),  que ha sido convertido de unos años a la fecha en fábrica de poetas nacionales. Su labor traductora está a la vista en editorial Era.

   Faltaba tener a la mano su “Inventario”, columna que apareció de 1973 a 1976 en Excélsior y, tras el golpe echeverrista sobre el diario, en Proceso, de 1976 a 2014 para tener al alcance su obra completa. La empresa ha sido titánica y ha contado con la selección de Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas. La base de esa selección fue una propuesta de Eduardo Antonio Parra aprobada por el mismo Pacheco. De modo que el autor dictó que fuera una antología, una selección estricta, que no se incluyeran sus poemas, ya que hay versiones posteriores integradas a libros, y que no se incorporaran las traducciones, pues tendrían también un trabajo y un destino aparte. El resultado es de tres volúmenes.

   Inventario. Antología. I. 1973-1983 (México, 2017, Era/El Colegio Nacional/ Universidad Autónoma de Sinaloa/ UNAM, 726 pp.) reúne 132 colaboraciones de José Emilio Pacheco a lo largo de 41 años. Son 3 de 1973, 9 de 74 y 75, 12 de 76, 10 de 78 y 79, 25 de 1980, 11 de 81, 19 de 82 y 7 de 1983.

   Ya he mencionado el valor del dato en Pacheco en el caso de Reyes. Se puede leer este libro como un dinámico encuentro de nuestra ignorancia con la sapiencia desprovista de todo afán frívolo o bizantino: Vicente Riva Palacio era nieto de Vicente Guerrero. Debo releer Ragtime de Doctorow, después de conocer algunas características y contextualizaciones del género musical. Leonardo Márquez, la cuarta M del Imperio, escapó disfrazado de arriero de la capital y así salvó el pellejo. Fue expresamente excluido de la amnistía juarista. Gracias a las bondades de Manuel Romero Rubio, suegro de Díaz volvió al país en los noventa, pero todo le pareció extraño y regresó a su exilio en La Habana donde murió en 1913. Porfirio Díaz se presentó a las afueras de la ciudad de México a entregarle la capital a Benito Juárez. No obtuvo de éste, un agradecimiento, un apretón de manos o un abrazo. Tampoco le hizo un lugar en su vehículo. Como no llevaba cabalgadura, tuvo que aceptar el ofrecimiento de Lerdo para viajar a su lado. 

   Son diversos los niveles de empatía con estos ensayos, aquí se reencuentra con uno la historia como vida, como trama en que primero se tiene que estar inmerso. Se salva así aquel exceso de comprensión de las ciencias sociales y las humanidades, la pesadez y el totalitarismo de la academia, desde los años sesenta en detrimento del detalle, del hecho, del sujeto.

   Se ha dicho que Inventario es una cátedra. A más del gusto por el detalle está la buena escritura, la buena disposición, lo que nos habla de un escritor de gran factura, pero también bondadoso con el lector. Hay grandes temas en este libro que son admirables en la facilidad con que se plantea su abordaje. Por ejemplo, hay un ensayo dedicado a Petrarca. Lo ubica junto a Dante y a Boccaccio, enfatiza su importancia de usar la lengua vulgar para tener más lectores, pero también para contribuir a su estetización. Además le agrega un rasgo que, si bien corresponde a su momento, se combina perfectamente con una mirada contemporánea de la poesía y de sus efectos: “El resplandor de los poema de Petrarca vence al polvo de los siglos no proviene de Roma ni de Atenas. Es el destello de la hoguera de Montségur en que ardieron los albigenses un siglo antes de que naciera el poeta”. Con esta afirmación Pacheco completa el círculo de la poesía medieval y la relaciona con la poesía de Villon, sin dejar por eso de habitar el espíritu creativo de Dante y los dulcestilonovistas.

   Los más notables por su cantidad y densidad, para mí, son los dedicados a Quevedo y a Góngora, los mayores codificadores del idioma español, enrarecimiento de la forma y del contenido, sea arrastrado desde uno o desde otro, produciendo poemas diferentes y sin par, que las fórmulas han dejado en culteranismo y conceptismo, protagonistas del arte verbal lo mismo junto a Cervantes que a los autores teatrales Lope, Tirso, Calderón y Alarcón. Su grandeza está en las obras que produjeron, mas también en sus combates y en sus fobias. Allí está el enfrentamiento feroz de Quevedo y Góngora, la furia contra el jorobado y pelirrojo Ruiz de Alarcón, recién llegado de las nuevas tierras.

   El Modernismo es uno de los movimientos más trabajados. No es casual, es la primera vez que la lengua española americana toma la estafeta vanguardista y original de la poesía. En diversas piezas nos da sus orígenes en Martí y Gutiérrez Nájera, en su más original expositor, Rubén Darío, en poetas y escritores que están dentro o fuera de él, pero sin duda al menos en contacto con su área de atracción: Santos Chocano, José Asunción Silva, Díaz Mirón, Amado Nervo, González Martínez o el ya mencionado, colonizado colonizador Juan Ramón Jiménez. Para los amantes de los títulos, es interesante la disquisición sobre “Poeta de América”, bien para Darío, bien para Whitman o incluso para el hoy broncíneo Santos Chocano.

   Así como en Quevedo abre en mí la comprensión, es muy notable la esclarecedora valoración que hace sobre Pablo Neruda. Después de hacer un recorrido por la aventura democrática y socialista de Salvador Allende y de su defenestración, lo que señaló la formación política de muchos lectores y escritores en ciernes, justo cuando se acababa de dar la diáspora a propósito del caso Padilla, Pacheco señala las etapas del poeta chileno, sus momentos irrebatiblemente más altos, sus entregas aceptadas por los lectores y la labor política que impregnó diversas etapas del poeta austral. Esa breve pieza me ha permitido regresar y querer ese Neruda que en mi lejana juventud me dio poemas de amor y versos de capitán, después una dura lucha con los signos en residencias en la tierra y un enfrentarme a la realidad social en el Canto general y las odas.       

   No faltan las referencias a los ateneístas, a la importante labor de Henríquez Ureña, a los Contemporáneos, a Efraín Huerta. Hay una admiración muy justificada por Novo en su obra temprana y en su manejo del humor, prueba de que Pacheco no se va con los dictados.

   En el campo del poder su línea inicial es con Vicente Guerrero, el lado popular de la Independencia. No va ni a Hidalgo ni a Morelos, tampoco se detiene mucho en Iturbide, sólo para señalar la vida de oropel de su corte. Habla de los desvaríos de Santa Anna y sus enroques con los bandos que lo pedían, da momentos a Juárez y a su generación, a quien reconoce como la mejor de la historia de México. Se detiene más en Porfirio Díaz, en el militar que hizo posible el triunfo juarista y que después se transformó en cautivo del poder. De la Revolución mexicana quien más le atrae es Álvaro Obregón, el invencible general que cayó a tiros de un militante religioso. A partir de él, también acomoda lo mismo a Calles, de la Huerta y Carranza que a Cárdenas.

   En cuestiones de pensamiento y literatura va tras José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, el primero con sus obras como consecuencia de una vida que sirvió para transformar la educación, la cultura y saber de lo que eran capaces los caudillos militares; el segundo con grandes obras narrativas, puestas a prueba por su desempeño frente a la historia en el ánimo de los lectores, el apoyo a Díaz Ordaz y el oportunismo político, que le costaron caros.

   Para los interesados en el conocimiento de Zacatecas este primer tomo incluye un ensayo sobre el general Jesús González Ortega y menciones diversas a Ramón López Velarde: “Durante el sitio de Guadalajara, González Ortega aceptó reunirse en Tlaquepaque con el general conservador Severo del Castillo. Éste le propuso un plan para acabar con la guerra civil: reformas a la constitución de 1857, separación de Juárez de la presidencia. González Ortega sometió a la propuesta al Congreso y al propio Juárez. Se mantuvo la línea invariable: no aceptar ningún tipo de transacciones en el enemigo. Juárez, quien nunca había visto a González Ortega, guardó el resentimiento para después.

   De pronto el autor nos da la trayectoria de la historia en caso de que el proyecto bolivariano hubiera triunfado. Es la historia al revés, la Gran Colombia con dominio sobre todo el continente y un país producto de Trece Colonias que tuvo que someterse a un imperialismo y un Destino Manifiesto. Y qué le parece que Amado Nervo de pronto se encuentra conversando en el centro de la Ciudad de México con el poeta Amado Nervo y hablan de su suerte y de su actualidad o no.

   Sin duda éste es un libro peleado con la rapidez. Amerita consultas, vuelos de la mente, cotejar referencias, acomodar recuerdos, pero sobre todo mover la inteligencia y retar a la conciencia. Volveré a leer una y otra vez lo que Pacheco ha escrito sobre Ezra Pound, tratando de descifrar a ese autor inmenso, lo utilizaré de Virgilio o de caballero dispuesto a la aventura. Iré a Henry Miller para asistir a mis azoros de lector juvenil frente al mundo de la desolación sexual que vivimos. Recordaré cómo fue que mi máquina de escribir cambió mi mundo y me retiró paso a paso de la letra manuscrita y me puso en el camino de la pantalla electrónica y virtual. Están los misteriosos: Quiroga, Onetti, Rimbaud, el suicidio de Acuña, la longevidad de Mann, las tentaciones de Antonieta Rivas Mercado, los dichos de Borges, aquí se topará, lector con menudas sorpresas, pero sobre todo está labor de un escritor cercano a Chesterton, bondadoso, generoso y feliz, con el optimismo de brindarse a la curiosidad de las mentes lectoras aunque el contenido sea un mundo tormentoso y cruel. Me quedo con la voz de su justa perspectiva:

   Como el muralismo, la nueva literatura fue un arte subsidiado por el gobierno; cumplió un propósito diverso y paralelo. Mientras los pintores hacían arte mayoritario para dar conciencia histórica a los mexicanos, los escritores recibían la misión de informarnos de lo sucedido en el mundo durante la época en que México se cerró sobre sí mismo: hacernos, pues “contemporáneos”.

    

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