Opinión

Trots
Luis Rojas Cárdenas/A contrapelo

El canal 22 de televisión incluyó en su programación la miniserie de ocho capítulos: Trotsky, producida en Rusia. Con tino o, mejor dicho, con oportunismo mercadológico por el interés que en este momento despierta lo ruso, la burocracia cultural mexicana aprovechó el furor futbolero para transmitir la serie los miércoles con repetición los sábados a las 22:00 horas.

Se trata de una superproducción aparentemente histórica que está plagada de falsificaciones. Con esta serie televisiva se continúa la labor de adulteración de la historia que inició Stalin en la segunda década del siglo pasado. Ni después de la caída del Muro de Berlín se ha logrado contrarrestar la falsificación que el régimen soviético forjó sobre uno de los personajes decisivos en la revolución bolchevique: León Davidovich Bornstein. Trotsky sigue siendo un desconocido en los países que formaron parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, su nombre prácticamente desapareció de los libros de historia y en los casos que se le menciona aparece como como una figura diabólica. Hubiera caído bien en las sociedades postsoviéticas la presentación de una serie apegada a los sucesos, para ayudar a recuperar su memoria histórica.

En lo que se ha visto hasta el segundo capítulo de la serie, Trotsky aparece como un megalómano, indiferente ante la muerte de los demás y ante la suya propia, se muestra como un poderoso orador que de manera demencial vive para la revolución de un país atrasado como Rusia. Con idas y venidas en el tiempo, desde el exilio mexicano Trotsky narra su vida a un periodista de origen canadiense cuyo nombre es ni más ni menos Frank Jackson, para que escriba un libro con su biografía. Según la peregrina idea del guionista, Trotsky conoce la filiación estalinista del periodista, quien defiende a ultranza las políticas de Stalin. El viejo revolucionario dice a su futuro asesino: “Tiene usted una mente muy brillante para ser estalinista”. Por sí solo, este planteamiento está completamente tirado de los pelos, en la realidad Trotsky apenas tuvo relación con su asesino ya que le despertaba desconfianza. El Trotsky de la serie abre su corazón, convierte en confidente a su futuro asesino, y le confiesa las razones que supuestamente lo llevaron a chapotear en la sangre para alcanzar sus ambiciones políticas personales. La serie está cargada de ocurrencias, la noción cincelada por André Bretón sobre el surrealismo de nuestro país se desborda cuadro a cuadro hasta llegar a lo grotesco, de pronto vemos a Trotsky al lado de su futuro asesino amasando masa de maíz para echar tortillas al comal, ¿serán de Maseca? Sólo faltó que viéramos a víctima y victimario torteando la masa y apurando el frijol con huazontle, mientras comentaban la radionovela: El piolet asesino.

Los realizadores presentan a nuestro país mediante una toma panorámica de la ciudad de Guanajuato. México parece sacado de una película de James Bond con coloridos festejos callejeros atiborrados de infames calaveras de cartón. El estereotipo de las fiestas de muertos, cuya semilla se encuentra en la película ¡Que viva México! (1930) del cineasta soviético Serguéi Eisenstein, persiste como pesadilla, se ha vuelto el sello distintivo de lo mexicano en las películas extranjeras. Y todavía nuestros gobernantes fomentan esta necrófila dizque tradición y ya están logrando que las calaveras se salgan de las pantallas e invadan la avenida Reforma. Hay que hacer algo para detener este alud de huesos de cartón.

En esta serie, Trotsky aparece como el maestro forjador de Stalin, luego del ataque a su casa de Coyoacán, el protagonista dice refiriéndose a Stalin: “He creado un Golem, no parará hasta destruir a su creador”. ¡Sopas, perico!

En la recreación del asalto del 23 de mayo de 1940 también hay yerros evidentes. En la realidad no hubo muertos, sólo un herido en el pie, un niño: el nieto de Trotsky. En la serie se presenta una escena con un muerto en el patio. En realidad el único que murió como resultado de aquel asalto fue un guardaespaldas: Robert Sheldon Hart, el traidor que abrió las puertas de la casa para que entraran los criminales disfrazados de policía, a quien días después asesinaron sus correligionarios en el paraje de Santa Rosalía, rumbo al Desierto de los Leones. Las ráfagas de la metralla son detenidas por sus viejos remordimientos personificados en su primera esposa, Aleksandra Sokolovskaya, cuyo fantasma se convierte en un escudo que le salva la vida; lo anterior puede resultar poético pero en realidad es otra mentira, pues Trotsky aquella noche dormía con su segunda esposa, Natalia Sedova quien lo tiró de la cama y empujó a un rincón, pues el revolucionario soviético estaba completamente drogado con medicamentos para dormir.

En sus recuerdos, el protagonista de la serie acude a la casa de Lenin en París. ¿Por qué París?, si sus encuentros de aquellos años (1903) los tuvieron en Londres. Así pues, en la azotea de la vivienda forcejean al borde de la cornisa y Lenin, a punto de arrojar a Trotsky al vacío, lo convence de su superioridad con una frase que da risa loca porque en términos  teóricos está más cercana al pensamiento político de Herbert Spencer que al de Karl Marx (aunque en la actualidad los restos de ambos pensadores sean vecinos de tumba en el Cementerio de Highgate, Inglaterra); así pues, el Lenin falsificado dice: “Yo soy la cabeza, usted el instrumento”.

En otro flashback, el jactancioso Trotsky ridiculiza a Freud públicamente durante una conferencia que dicta el padre del psicoanálisis en Viena. León Davidovich, como se sabe, retomó en sus intereses personales el análisis de Freud sobre el inconsciente, a pesar de que consideraba al psicoanálisis como charlatanería. Pero en la serie, Freud se convierte en una obsesión del revolucionario al grado que cuarenta años después continúa abrumándolo en el exilio mexicano.

Lo único acertado, es la caracterización del revolucionario bolchevique como un auténtico garañón y las escenas eróticas, por sus brazos también pasa la poetisa Larisa Reisner, quien le da fortaleza emocional para cobrar un diezmo de sangre con el fusilamiento de desertores del Ejército Rojo. Según esta falsificación su dureza para conseguir sus objetivos los aprendió de aquel carcelero a quien también usurpó el nombre de Trotsky.

La visión que se presenta se puede resumir en la siguiente frase mencionada durante un diálogo entre el protagonista y su asesino, que describe a la santísima trinidad: Lenin es el padre, Stalin es el hijo y Trotsky el Judas.

Basura, pues, pagada con nuestros impuestos, pero esa es otra historia.

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