Opinión

complotPorfirio Muñoz Ledo

Las conspiraciones políticas datan cuando menos del Imperio Romano. Son etimológicamente acciones colectivas y clandestinas cuyo objetivo es privar del poder a un gobernante o impedir que alguien llegue al trono. En los regímenes monárquicos se multiplicaron estas prácticas como da testimonio William Shakespeare. En los procesos de descolonización fueron indispensables para enfrentar al poder omnímodo de las metrópolis; así la Conspiración de Querétaro. Se supone que la democracia abre las posibilidades del cambio por la vía de procesos electorales que se desarrollan de cara a la sociedad. Es por ello que las conspiraciones en búsqueda del poder se han vuelto en, nuestro tiempo,  francamente anacrónicos.

Esas operaciones intrigantes y ocultas son como el “juego de las escondidas” practicadas por los adultos. Cuando se descubren huelen a pólvora mojada; se acaba literalmente el chiste y de inmediato se disuelven. Hay pocas que triunfan, como aquellas que cuentan con el apoyo de fuerzas militares y potencias extranjeras. Es el caso de la  “Conspiración de la Embajada” (norteamericana) en la que se pactó el golpe de Estado de Victoriano Huerta. Durante el México contemporáneo casi siempre han sido protagonizadas por intereses económicos, descontentos con las orientaciones del gobierno y aliados a políticos reaccionarios. Todas han terminado en el ridículo –como la de los encapuchados de Chipinque-, pero muchas veces en la obtención de jugosos contratos. La última de esta saga ha sido desenmascarada hace pocos días, por lo tanto es ya inexistente y esperamos que contraproducente para sus inspiradores.

Medios de comunicación los califican a los conspiradores como los representantes del “empresariado mexicano”, lo que es falso. Los promotores del desfiguro fueron media docena de ricos entrometidos y caracterizados por sus posiciones extremas, tanto en política como en la explotación de los recursos naturales y de los trabajadores. Son herederos de la economía colonial: rentistas, extractivistas y especuladores. En suma, los descendientes de los encomenderos, sin ofender a los unos o a los otros. Pretenden suplantar al conjunto de los empresarios.

La palabra empresa es de origen latino y significa “tarea o transformación”. Surge del participio “prehendere” que significa “alcanzar”. En español es “empezar un trabajo que presenta dificultades”. Emprendedor es la “persona que tiene la iniciativa y decisión para acometer empresas”. Estas pueden ser culturales, literarias, económicas y hasta políticas. En ese sentido todos somos empresarios. Aun si se reduce a la acepción económica, abarca a un número indeterminado de trabajadores por su cuenta: desde los ejidatarios, tianguistas y vendedores ambulantes, hasta los espías, sexoservidoras e inventores de todo género.

Tanto en francés como en inglés existe la palabra “entrepreneur”, que corresponde al concepto de “iniciativa personal para emprender una tarea, generalmente productiva”. Concepto diferente es el de hombre de negocios (homme d´affaires o business man). De todas las organizaciones firmantes del desplegado, sólo una recogió esa definición: el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios. El documento no manifiesta arrepentimiento, pero busca el diálogo. La listas de organizaciones signantes del documento refleja la pluralidad del llamado sector empresarial que incluye a organismos de consulta del Estado Mexicano como las cámaras de industria y de comercio, así como las confederaciones patronales reconocidas por el artículo 123 de la Constitución.

El argumento principal de los conspiradores, explicitado por su vociferante aliado Ricardo Anaya, es también mentiroso. Afirmar que las organizaciones firmantes generan 9 de cada 10 empleos en México resulta insostenible. La Población Económicamente Activa representa el 59% de los habitantes y de ellos el 59% se encuentran en la informalidad, por lo que carece de patrones. Del restante 41% las PyMES emplean al 89% y las entidades públicas el 5%. Las grandes empresas absorben sólo el 7% del empleo formal. Cuando estos pretenden presentarse como las principales empleadoras del país, están faltando a la verdad y cuando sostienen que representan el interés de los trabajadores, están incurriendo en una tramposa falsificación que oculta el desprecio al valor de la mano de obra mediante un régimen salarial inicuo.

A todos los empresarios nos corresponde la iniciativa social, la creación de riqueza y la transformación del país; a los trabajadores la remuneración justa, seguridad social y reivindicación de los derechos laborales. No invoco la lucha de clases, pero las desigualdades abismales pueden despertarla nuevamente.         

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