Opinión

PeñaVidegarayPorfirio Muñoz Ledo

Con motivo de la aparición del libro “Porfirio Muñoz Ledo, Historia Oral”, he sostenido numerosas entrevistas en medios impresos y electrónicos. Un tema recurrente es el parangón entre las elecciones de 1988 y las de 2018, a treinta años de distancia. El escenario de fondo es el mismo: una cúpula de poder y una tecnocracia insaciable que se empeñan en detener el cambio democrático. Existen obviamente diferencias. Entonces el gobierno se dio cuenta de que había perdido las elecciones el día de los comicios y por ello el fraude fue post-electoral. Cínica sustitución de votos, actas y urnas. Ahora existe una legislación electoral más avanzada y órganos supuestamente autónomos para aplicarla; pero durante los últimos años la clase dominante ha aprendido a perpetuarse mediante la compra y coerción del voto. En ambos casos se trata de un golpe de Estado a la democracia.

El 5 de diciembre el portal de The Huffington Post publicó “El PRI está fraguando un fraude en 2018 y reprimir con militares”. Denuncia la estrategia gubernamental: primero la malversación de recursos públicos para destinarlos a la campaña y la sumisión de los pobres mediante el dinero, triangulación idéntica a la de 2016 y documentada por The New York Times. En una segunda fase el despliegue de las Fuerzas Armadas, según las facultades otorgadas al Presidente de la República en el artículo 16 de la Ley de Seguridad Interior; estado de sitio que sellaría la violación de las urnas con la intervención de la fuerza pública.

Un libro esencial para el conocimiento del acontecer contemporáneo es “1988: el año que calló el sistema”. Su autora, es la gran periodista Martha Anaya que nos entrevistó a casi todas las personalidades políticas involucradas en el proceso. No es un alegato ideológico, sino un repaso objetivo de los sucesos que descarrilaron el cambio histórico. Ocurrió un desplazamiento del rol del Ejecutivo por desistimiento del Presidente de la Madrid, para entregarle prematuramente el poder a su sucesor. Desde la campaña electoral, éste había entregado el mando de las operaciones a Carlos Salinas y a sus auxiliares, al punto que los partidos de oposición de vieron obligados a negociar con los autores del fraude.

En dicha obra, de la Madrid confesó “portar el sambenito del fraude es penoso, pero lo hubiese sido más perder el poder”; “a la izquierda no había, ni hay que dejarla llegar”. “Creo que hice bien en impedirlo”. Aunque ello no obstara para que años después, tal vez arrepentido, le haya confiado a Carmen Aristegui que había dejado el poder a gente corrupta y vinculada al crimen. En nuestros días, Peña Nieto entregó ya, si alguna vez la tuvo, la conducción política del país. La novedad es que transfirió el mando, desde la entrevista con Donald Trump el 31 de agosto de 2016, al entonces Secretario de Hacienda y hoy de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, a quien convirtió al mismo tiempo en el vínculo privilegiado con Washington y en el nuevo caudillo de la política interna. Sus aduladores le llaman “el nuevo Calles”, aunque sus detractores lo apoden el “callecito”. La historia dirá.

La renuncia del Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong -quien partió con discreción y hasta elegancia- es significante. Político formado desde abajo y que conoce el pulso de la sociedad. Sabía que las determinaciones finales del régimen quedarán bajo la responsabilidad de la tecnocracia prepotente y de las Fuerzas Armadas, que en adelante no tendrán ninguna autoridad compensatoria dentro del sistema. Prefirió optar, con modestia, por ser el coordinador del Grupo Parlamentario de su partido en la Cámara de Senadores.

La opinión internacional está señalando claramente donde se encuentran los reductos de la dictadura y en donde la esperanza de la democracia. Es menester que la sociedad apueste a sí misma y cierre el paso a los apetitos del Golpe de Estado. Exigir a los partidos políticos y a los candidatos el cumplimiento estricto de la ley, no sin antes llamar a las autoridades electorales a que cumplan su papel de garantes de la legalidad y promotores de la democracia nacional. El último recurso es la movilización de la sociedad.         

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