Opinión

thumbnail Philip Roth 1]Efemérides y saldos[

Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás antes se había sentido. Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorada la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar.

[…] Éste era mi patrimonio, no el dinero, ni los tefelines, ni el cuenco de afeitar, sino la mierda.

Philip Roth

 

ALEJANDRO GARCÍA 

 

Patrimonio. Una historia verdadera (México, 2003, Seix Barral, 237 pp.) de Philip Roth, publicado en inglés en 1991 es uno de esos textos que hablan de la relación entre padre o madre e hijo o hija. Me vienen a la mente los de Georges Simenon (Carta a mi madre), de Raymond Carver (La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación), Richard Ford (Mi madre). Entre nosotros tenemos a René Avilés Fabila (El libro de mi madre), Héctor Aguilar Camín (Adiós a los padres) y el libro de Jorge Volpi (Examen de mi padre) que no he tenido la oportunidad de leer. Pienso en si existirá uno de Kennedy O’toole sobre su madre, lo cual es altamente improbable.

   En este caso se trata de la relación entre Philip Roth (1933) y su padre, Herman. Roth es un escritor norteamericano y judío fundamental desde que en 1959 publicara Goodbye, Columbus, inició de una etapa que culmina con El lamento de Portnoy (1969). Después vendrán sus grandes títulos de carácter crítico, autocrítico y político: La gran novela americana (1973), Me casé con un anticomunista (1998) y el ciclo reunido en Zuckermann encadenado —de 1979 a 1985— (2005). Su época de madurez está representada por La mancha humana (2000) y La conjura contra América (2004), obras de imprescindible lectura en este momento de la historia de Estados Unidos y del mundo.

   A Philip le toca darle la noticia a su padre de 86 años que tiene un tumor en la cabeza. Está paralizado de una parte del rostro, sordo del oído derecho y casi ciego de un ojo y con el otro afectado por una catarata y le habían diagnosticado Parálisis de Bell. De acuerdo a esto, era muy probable que la parálisis desapareciera tan súbitamente como había aparecido. A Philip le corresponde aclararle el diagnóstico equivocado y anunciarle la nueva noticia. Hasta ahora, Herman, pese a sus males, se ha mantenido en buena forma, depende sí mismo, es un ventajoso jubilado de una compañía de seguros, de los anteriores al segundo Bush, vive algunas temporadas en Miami y ha establecido una relación sentimental desde 1982, un año después de que ha enviudado de la madre de Philip, con Lilian Beloff, de 70 años, con quien vive en departamentos separados en Elizabeth, Nueva Jersey.

   El padre procede de una larga vida en Newark, allí ha forjado su familia y ha visto a los hijos partir. Hombre institucional, sobrio, más bien duro, aunque no violento, ha contribuido a la venta de seguros y ha sido beneficiado con una buena cantidad de recursos para su jubilación. No pasará apuros económicos en su vejez. Ha tomado providencias en lo relativo a su herencia y Philip ha preferido mantenerse al margen de cierto reparto. Ahora, en el reencuentro, en el cambio de las condiciones, el hijo piensa que pedirá en herencia el cuenco de rasurar que había sido del abuelo. Lo obtendrá.

   Se cuenta que algún día, rompiendo las reglas de coexistencia del territorio conocido, un chico ha asaltado a su padre. Y éste, con toda la frialdad del mundo contrastando con la nerviosidad del asaltante, quizás porque sabe que ese chico negro procede de su amado Newark, le ha entregado la cartera y ha dirigido el despojo a fin de evitar un mal mayor.

   “Métete detrás del seto”, le dice a mi padre. “No me voy a meter detrás de ningún seto”, dice mi padre. “Y tampoco te hace falta el cacharro ese para conseguir lo que quieres. Aparta la pistola”. El chico aparta la pistola y mi padre le da la cartera. “Coge todo el dinero”, le dice, “pero si no te interesa la cartera, no me importaría que me la devolvieses”. El chico coge el dinero, le devuelve la cartera y echa a correr. Y ¿sabes lo que dice mi padre? Le grita de lado a lado de la calle: ¿Cuánto has sacado en limpio? El chico lo obedece y se pone a contar. “Veintitrés dólares”, dice. “Muy bien”, le contesta mi padre, “pues a ver si no te lo gastas en marranadas”.

   A pesar de su solvencia económica, Herman vive ajustadamente, hace extraños ahorros. El día que Philip debe llevar la noticia del tumor en la cabeza pierde el camino y termina en el cementerio donde se encuentra enterrada su madre, en simbólica visita de consulta, búsqueda de fortaleza o inicio de un ciclo que, más tarde o más temprano, terminará allí. Después, tendrá que cumplir la penosa misión.

   Es necesario tomar decisiones. La primera en torno a lo que debe hacerse. Se les dice que la mayoría de esos tumores son benignos, el problema es la zona en que se encuentran, el daño que se puede ocasionar. Como suele suceder, las versiones cambian. Después de lo tranquilizador del primer diálogo, vienen las dificultades reales. El médico plantea algo así como si sacar el tumor fuera similar o parecido a desmontarlo y luego volverlo a armar, pero las preguntas del padre son puntuales, pregunta, por ejemplo, si tendrá que volver a aprender a caminar. El médico le contesta que cabe la posibilidad. El costo es alto, la incertidumbre todavía más.

   Van a una segunda opinión. Aquí la empatía entre enfermo y médico es mayor. Le dice que habrá de sacar una biopsia y una parte del tumor por la parte alta de la cavidad bucal. Habrá una segunda operación con otro procedimiento, pero antes tendrá que ser a través de la boca. La biopsia es dolorosísima. Siempre cabe la posibilidad de quedarse allí. El tumor es benigno, pero no hay manera de reducirlo por quimioterapia, tiene que ser retirado.

   Una de las partes más intensas del libro es cuando el autor va constando la pérdida de las facultades de aquel hombre recio y acostumbrado a dar protección y a no necesitar de ayuda. Tiene que enterarse y hablar con él de manchas de sangre sobre las sábanas y pantalón del pijama, y el padre debe decirle sobre las instrucciones médicas para aliviar esas hemorragias a base de baños de asiento con sales Empsom. O el previo episodio donde después de varios intentos de defecar, sube al baño y riega el excremento en la ropa, en el piso, en los muebles del baño. Como a un niño, debe reordenarle el mundo, enseñarle a que no ha pasado nada grave, meterlo de nuevo a la regadera, iniciar el proceso de limpieza, erradicar cualquier posibilidad de sanción o reclamo y luego él empezar a recoger la ropa, verter lo que se puede, limpiar o cepillar lo que se alcance, borrar las huellas del desastre. Es ese acercamiento de lo más elemental y de lo más socialmente vergonzoso que se logra la intimidad y es donde el juego topa con hueso, es el patrimonio que recibe porque la vida ha pasado factura al hombre.

   —Voy a dejarte ir, papá.

    Llevaba varias horas inconsciente y no podía oírme, pero yo, conmocionado, asombrado, llorando, estuve repitiéndole la frase una y otra vez, hasta creérmela.

   El desenlace del libro es lo de menos. Lo importante ha sido la cercanía lograda, el conocimiento que el hijo ha obtenido del padre, así su impotencia haya sido grande, pues no puede detener los deterioros naturales. Sin embargo, son momentos en que pequeños detalles permiten comprender segmentos de la vida anterior del hijo y del padre, y que vistos en la persona de quien tan importante es y ha sido, logran si no entender, sí acercarse a la muerte con mayor naturalidad y entereza.

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