Opinión

oralesRAÚL ARROYO/ Presunción de Inocencia

 

Una década hace, Diego Valadés planteó el problema: Las palabras del derecho siguen teniendo entre nosotros un alto ingrediente mágico, que las hace misteriosas, distantes, peligrosas. Lejos de infundir seguridad, las palabras de la ley producen sobresalto.

Ha sido precisamente en el transcurso de estos recientes diez años cuando el Derecho mexicano ha experimentado una de sus más profundas transformaciones: una auténtica revolución jurídica que, más allá de la legislación generada, ha obligado a un cambio de mentalidad en la abogacía, uso del lenguaje inclusivo.

El nuevo sistema de justicia penal, caracterizado por la oralidad en el proceso, nos coloca frente a un aspecto reiteradamente desdeñado: el lenguaje jurídico inentendible para una población mayoritariamente ajena a su significado; y más todavía: reacia a su comprensión en tanto significa una situación de conflicto.

De ahí que señaló entonces el destacado jurista: Los abogados mexicanos han quedado atrapados entre quienes no los atienden y quienes no los entienden.

Si no nos atienden ?aventuremos? será por los varios factores que desacreditan la profesión, muchos imputables a nosotros mismos; pero si no nos entienden es porque no hemos sido perceptivos de los dramáticos cambios sucedidos uno tras otro, dejando para después la actualización de las formas, hasta hace poco usuales, para comunicarnos como expertos del Derecho.

Dos años después, el ministro José Ramón Cossío Díaz anotaba que las sentencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en general de los tribunales mexicanos se caracterizan, entre otros elementos, por el uso de un lenguaje oscuro y, en ocasiones, arcaico; la propuesta del ministro apuntaba a «atender un elemental principio de claridad en la redacción. No se trata ?señaló? de vulgarizar el lenguaje de las sentencias sino de entender que su contenido puede comunicarse mejor cuando se evitan los barroquismos, arcaísmos o la oscuridad de las expresiones.

El tema no es nuevo, ha sido abordado desde la década de los setenta en varios países europeos y asiáticos, y en Estados Unidos e incluso por la Unión Europea, según lo refiere Estrella Montolio Durán como preámbulo para referirse a la situación particular de España, país donde se creó la Comisión Interministerial de modernización del discurso jurídico, en cuyo informe señaló: Todo buen profesional del derecho es y debe ser capaz de explicar con sencillez y claridad el significado de un determinado acto o resolución.

Este mismo año se ocupó de ello la XVIII Cumbre Judicial Iberoamericana: en la Declaración de Asunción, Paraguay, incluyó el apartado «Proyecto Lenguaje Claro y Accesible», a partir de la propuesta coordinada por España y Chile, con una importante declaración: Afirmamos que la legitimidad de la judicatura está ligada a la claridad y calidad de las resoluciones judiciales y que ello constituye un verdadero derecho fundamental del debido proceso; a tal efecto, entendemos que es esencial el uso de un lenguaje claro, e inclusivo y no discriminatorio en las resoluciones judiciales, y una argumentación fácilmente comprensible.

La Cumbre aprobó, además, la elaboración de un Diccionario Jurídico Panhispánico o Panamericano, a efecto de unificar el léxico jurídico iberoamericano, para lo que exhortó a los Poderes Judiciales ahí reunidos a unirse en esa empresa.

Si no nos entienden es porque no hemos sido perceptivos de los dramáticos cambios sucedidos uno tras otro, dejando para después la actualización de las formas, hasta hace poco usuales, para comunicarnos como expertos del Derecho

El antecedente de esa propuesta es el Diccionario Jurídico Español (RAE-Espasa, 2016), dirigido por Santiago Muñoz Machado, con la colaboración de 200 juristas y publicado apenas a inicios de este año. Para este jurista existe preocupación por asegurar que el lenguaje de las sentencias y las leyes sea asequible a los ciudadanos; apunta a la corrupción del lenguaje cuando este se usa mal y concluye que un lenguaje oscuro es un lenguaje corrupto. El también académico de la lengua advierte una «revolución de las palabras» y ejemplifica con «imputado», palabra que ha sido cambiada por la de «investigado», para evitar la carga negativa del término.

Más cerca de nosotros se ha acuñado el concepto «lenguaje democrático». El juez Carlos Núñez Núñez, de Costa Rica, lo define como un lenguaje cercano a la gente; entendible, diferente ?señala el juzgador? del que utilizan legisladores y jueces con expresiones y fórmulas protocolarias plagadas de palabras arcaicas, latinajos y oraciones tan extensas que la idea que querían trasmitir se pierde antes incluso de terminarla.

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A riesgo de caer en un lugar común, vale decir que la realidad se impone al lenguaje a fuerza del cambio social. Las palabras caen en desuso al tiempo que se aceptan otras; nuevos términos en los diccionarios tradicionales, hasta hace poco rechazados por impropios o soeces, hoy están de moda, como bien lo explicaron Pilar Ga Mouton y Alex Grijelmo en Palabras Moribundas (Taurus, 2011).

A nadie asombran ya voces en la radio, la televisión y la prensa escrita antes consideradas altisonantes, ofensivas o cuando menos evitadas en público, utilizadas por los comunicadores, comentaristas y personalidades de la vida pública; aunque no por ello dejan de ser vulgares, tampoco preocupan: para las y los más jóvenes es natural hablar así; el resto de la población asume que es lo de hoy; se acabaron los tabúes y eufemismos. En ese sentido, vale el señalamiento de María Irazusta en Las 101 cagadas del español (Espasa, 2014): Nunca el lenguaje debería servir como ladrillo con el que erigir los muros de la intolerancia que nos separa, sino como amalgama que nos une.

A contracorriente, Miguel Sosa seleccionó caprichosamente cinco centenas de entre las 93,111 palabras contenidas en el Diccionario de la Real Academia Española y las propuso en El pequeño libro de las 500 palabras para parecer más culto (mr. Ediciones, 2015), entre ellas uxoricidio (muerte causada a la mujer por su marido).

Por otra parte, la globalidad obliga al empleo de términos ajenos a la lengua nacional sin que ello signifique atentar contra ella, particularmente en las jergas económica y tecnológica. El lenguaje en las redes sociales no solo es procaz, sino que llega a ser inentendible para quienes no sean sus usuarios, por la forma de aprovechar la infranqueable limitación de los 140 caracteres ?en el caso específico de Twitter.

Ante esa que puede considerarse la degradación del idioma por su extendido uso social, también se proponen antídotos: El Español más vivo. 300 recomendaciones para hablar y escribir bien (Espasa, 2015), coordinado por Judith González Ferrán.

A la par se publican nuevos diccionarios que, como está dicho, incorporan nuevos términos que por su obligada presencia en la comunicación resultan de gran utilidad. Ejemplos de ello son el Diccionario de las Drogas, de Zara Snapp (Ediciones B, 2015), una explicación de 25 sustancias que alteran el comportamiento de las personas, y la anunciada segunda edición del Diccionario del Español de México (El Colegio de México), que incorpora palabras propias de ambientes de consumo de estupefacientes como mota, tacha, bazuko o buchón. La Academia Mexicana de la Lengua trabaja en la segunda edición de su Diccionario de Mexicanismos, enriquecida en voces y acepciones.

Y hay más: no solo estamos frente a una variedad de nuevos términos, sino de conceptos. Para muestra, el Diccionario del siglo XXI (Paidós, 1999), de Jacques Attali, con 458 palabras que hoy tienen significados diferentes, entre ellas «Derecho». Una invitación para ver hacia el futuro.

* Reproducido de El mundo del Abogado correspondiente a octubre 2016, con la debida autorización.

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