Opinión

Marche Stephen]Efemérides y saldos[

La sodomía, la felación, el cunnilingus, la prostitución, el sexo durante la embriaguez, el sexo entre hombres, el sexo entre mujeres, el sexo en soledad, el sexo en interiores y en exteriores, el sexo con extraños y entre esposos: Shakespeare escribió de todos estos temas.

Stephen  Marche

 

 ALEJANDRO GARCÍA

Todas las generaciones reordenan el pasado literario en función de su presente. Realizan una labor ordenadora desde su perspectiva e intereses. Crean, reviven, matan, enaltecen, defenestran. El Ilustrado razona, entrama la unidad del claroscuro. El Romántico individualiza, separa, autonomiza, dota de destino singular a la empresa humana, realza la luz a partir de la tiniebla, la oscuridad y la sombra. Los marxistas han puesto el dedo en la llaga en la enajenación, en el apoderamiento de la voluntad del otro, en el uso y abuso de la enajenación. Después de una leve purga, están por regresar. La mercantilización y el poder político no están ausentes del manoseo de la cultura. Obras y autores literarios van y vienen, como la rueda de la fortuna.

  Stephen Marche ha publicado Cómo Shakespeare lo cambió todo (Taurus, México, 2014, 192 pp.), una provocadora actualización de la mayor figura literaria inglesa que, en palabras de Harold Bloom, no sólo ocupa el centro del canon de la literatura inglesa, sino de toda la literatura occidental.

  En este complejo vaivén a veces se está en la parte más alta de la apreciación, aunque ciertos elementos hayan sido traicionados o bien se ha logrado que la lectura se incline hacia determinados requerimientos.

  Para mediados del siglo XIX, las versiones expurgadas de Shakespeare se habían difundido tan extensamente que resultaba posible imaginar a Shakespeare sin nada que ver con el sexo (…). La comparación con Dante es ilustradora. El poeta nacional tenía una vida sexual abrumada por un anhelo de amor no correspondido por una muchacha virginal y, sin embargo, en el siglo XIX se volvió un sinónimo de pasión. Shakespeare, a partir de la evidencia con la que contamos, hizo de todo, no obstante, sus admiradores lo convirtieron en un espíritu incorpóreo, totalmente divorciado de los asuntos del cuerpo.   

  Si ahora aceptamos con naturalidad que el escritor abandone sus pretensiones de mago, vidente, sacerdote y se convierta en intelectual; es decir, que por su calidad de fraguador de mundos alternos se eleve a una especie de vigilante y defensor de las mejores causas de la sociedad. Si nos parece normal que personajes y lugares procedentes de la ficción formen parte de nuestra realidad: Romeo y Julieta, el Quijote, Beatriz y Dante, el caballo de Troya o la cólera de Aquiles, la empresa de Robinson Crusoe o el llanto de la Maga y la preocupación patafísica de Oliveira, el vizconde demediado de Calvino, Stephen Marche lleva la influencia de la literatura un paso adelante. Y es con William Shakespeare con quien lo hace. Nada más vital, más juvenil y maduro a la vez que el gran dramaturgo isabelino y universal que en 2014 hubiera cumplido, cumplió, 450 años y a un año, 2016, de que se complete el cuarto centenario de su muerte. El autor publica el libro teniendo enfrente la primera conmemoración y avizorando la segunda.

  Marche comienza con el moro, Otelo, y con el racismo. Shakespeare introduce un elemento de color en sociedades racistas. Así podemos ver el éxito de la obra, el caldo de cultivo de los celos, y las luchas por mantener las purezas de raza o por acceder al mundo de los derechos universales. Crecerán las grandes actuaciones y agigantarán la figura del negro, del moro, que es envuelto en el mundo de prejuicios y envidias que él ayuda a triunfar. Más allá de esto: Hamlet, Lear, Machbeth, aún Calibán y Ariel, todos sus personajes, pueden ser interpretados por actores de cualquiera de las razas de este planeta.

  Shakespeare vivió el reinado de Isabel, no el de castigo corporal y sexual de la era de Victoria. Sus obras optan por la carnalidad y por el goce, así sus personajes principales estén embebidos en sus pleitos por el poder. Incluso se podía tener un buen encuentro amoroso durante la representación. Shakespeare destapa los sentidos, descubre los conductos. En sus obras hay mirones, escuchones, olientes, degustadores, pieles abiertas a la satisfacción sin medida.

  Romeo y Julieta son unos chiquillos, Hamlet es joven, aunque haya sido representado por actores treintañeros. Reciben los primeros el peso de sus familias, la tenebrosa trama familiar el segundo. Entre esa treceañera y su novio apenas unos años mayor existe el amor, fresco, entregado, aún no percudido por las convenciones. El príncipe nos hace hablar a todos, nos lleva por la calle con el monólogo a todo volumen la música en los audífonos. Shakespeare habla de la carne de cañón, los jóvenes. Lo demás es sospecha y desprecio para estos.

  William ha cambiado el mundo y camina por él, lo mismo a través de una ruptura del ecosistema a partir de una escena de Enrique IV en que aparecen estorninos. Alguien idea llevar esos pájaros a Central Park. Será hermoso reproducir el mundo de Shakespeare. Desde allí se trasladan y se reproducen: atentado contra la cadena ecológica. Pero también Shakespeare está en el asesinato de Abraham Lincoln. El presidente está en una representación shakespereana, el hermano del victimario actúa y el mismo asesino se dedica a la actuación. Julio César es la obra que vive, contempla y padece Roma, Inglaterra, América secesionista. Claro, magnicidios van y vienen y el dramaturgo si acaso se asoma al escenario. Y Shakespeare no deja de desafiar al poder desde la Modernidad, ya sea a la democracia liberal que trata de aguantar sus embates, ya a los regímenes totalitarios que lo mismo lo ven como un refuerzo, un sendero a torcerse. No lo logran, ni la Alemania hitleriana, ni la burocracia soviética tuvieron una simpatía permanente, decía demasiado. Incitaba a lo desconocido.

  Está el misterio de Shakespeare, el rostro y el cuerpo, la mente que llevó ese nombre. Y está el ahora en que la masificación nos condena a la máscara o, al quitar la mascarilla, la identidad que no está: no rostro. No sólo es inasible Shakespeare como para matarlo en la monumentalidad, en el reposo. Escurre. Su obra ha tenido que ser fijada. Hay versiones, parlamentos diversos, lenguajes que oscilan. Shakespeare les ponía y les quitaba en el momento del montaje. Lo asombroso es que eso lo hace más intenso y vital.

  El capítulo que más me interesa es el que Stephen Marche dedica al lenguaje. Shakespeare recoge el inglés de los diversos sectores, de los diversos hablantes, de las clases altas y el pueblo. Después lo esponja, lo trabaja, lo hace eterno, lo traiciona, lo rubrica. Ha estetizado su lengua, lo que había iniciado de manera notable Geoffrey Chaucer. La lengua crece y hace crecer al escritor y al pueblo en que se inscribe éste y su obra.

  No hay forma de saber si Shakespeare sacó una palabra de su propia o mente o la recogió en la calle. La mayoría de  los académicos concuerdan en que acuñó alrededor de mil setecientos palabras ?muchas más que cualquier otro escritor de cualquier lengua?. Resulta una hazaña aún más asombrosa si consideramos que casi diez por ciento del vocabulario de Shakespeare, de veinte mil términos, era nuevo para él y para el público.

 

 

   

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