Opinión

Porfirio Muñoz Ledo

 

Mal comienza la semana para el que ahorcan en lunes, reza un dicho popular; y mal comienza el año para quien no tiene razones fundadas de esperanza ni expectativa alguna de mejoría en su nivel de vida. Todos los indicadores creíbles apuntan hacia un débil crecimiento de la economía y del empleo, el agravamiento de la desigualdad y el incremento de la inseguridad. Entre la ineficacia y el escándalo público, la confianza en las autoridades ha llegado a su más bajo nivel desde el comienzo de la transición. 

Una machacona propaganda oficial había logrado que nos olvidásemos de que vivimos un Estado fallido. Muchas son las definiciones que pueden aplicarse a la situación en que se encuentra el país. Foreign Policy dice “un Estado que fracasa es en el que el gobierno no tiene poder real del territorio, no es reconocido como legítimo por parte importante de la población, no ofrece seguridad interna y servicios públicos esenciales a sus ciudadanos y no tiene el monopolio del uso de la fuerza”. Ésta es una descripción que señala con nitidez algunos de los rasgos de la vida nacional.

Diversas agencias internacionales e instituciones académicas han elaborado otros indicadores para designar a un Estado fallido -casi todos aplicables a México- como: éxodo crónico de la población, altos índices de desigualdad, declinación económica severa, pérdida de legitimidad en el gobierno, deterioro de los servicios públicos, aplicación arbitraria del Estado de Derecho, extensas violaciones a los derechos humanos, aparatos de seguridad independientes del poder público, preeminencia de elites sobre el Estado e intervención directa de actores políticos externos.

En abono de esta decadencia conspiran inercias ancestrales que están en el origen de la corrupción, un diseño institucional inadecuado y el mediocre desempeño de los dirigentes; todos confluyen en una vulnerabilidad estructural, pero ninguno es resoluble sin el reemplazo de los gobernantes fallidos, la emergencia de nuevos paradigmas y la reforma de las instituciones. La duda que campea en todas partes es la ausencia de representatividad de los gobernantes que, en ausencia de una confrontación armada, debería trasladar la responsabilidad de todas estas tareas a la sociedad en su conjunto. 

Aparece ya en las agendas de numerosos grupos sociales y personalidades el horizonte del 5 de febrero como una ocasión simbólica y oportuna para iniciar los trabajos de una Asamblea Constituyente alternativa. Se extiende la convicción de que es necesario encontrar un método democrático e incluyente para refundar la República.

Ninguna comunidad en bonanza padece dudas existenciales. Los aires de estos tiempos son contagiosos y para la mayoría de los mexicanos el 2015 ha comenzado como un año en que las esperanzas de crecimiento económico, de empleo, de mejoramiento en el ingreso y de paz social se ven más lejanas que nunca. El propio mensaje gubernamental reconoce que México no puede seguir igual y que es imperativo que cambie; paralelamente, en las calles, en las redes sociales y en los comentarios editoriales se advierte un gran pesimismo y desazón por la magnitud de la crisis que el país afronta.

La convergencia de un estado de conciencia pública que deslava la identidad nacional, con una economía en constante deterioro, puede crear un campo de cultivo propicio a las grandes transformaciones pero también a las indetenibles catástrofes. Son muchos los factores internos y externos que amenazan con afectar negativamente el rumbo económico, entre ellos: la baja del precio del petróleo de exportación, las presiones al tipo de cambio del peso frente al dólar, las tendencias inflacionarias, un mercado interno que se debilita a causa de los bajos salarios, la inseguridad y la violencia que inhiben la inversión, el aumento de la deuda pública del gobierno, la ambivalencia de la política migratoria de los Estados Unidos y un mercado laboral en franco estancamiento.

La combinación entre la caída del precio del petróleo y el alza de las tasas de interés han sido alimento de grandes crisis cuyo detonador es el desempleo, que hoy abarca a 2.6 millones de personas. Éste no es  sólo un catalogo esquemático de desgracias nacionales; pretende ser una advertencia y un llamado a la movilización ordenada de la sociedad. Una reacción moral y política de gran envergadura se vuelve indispensable.       

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