Opinión

NOEMI PORTELA PROL

 

"Esto no tiene nada que ver con el futbol”. La frase la pronunciaba Enrique Cerezo, presidente del Atlético de Madrid, en rueda de prensa. Horas antes, ultras del Deportivo de la Coruña, conocidos como Riazor Blues, y el Frente Atlético, la sección radical del conjunto rojiblanco, se enzarzaban en una batalla campal en los aledaños del estadio Vicente Calderón. Jimmy, miembro de los Riazor Blues, fallecía a manos de la hinchada rival. La historia, y los hechos, parecen contradecir a Cerezo. No es futbol, no es deporte, pero si no se toman las medidas necesarias, seguirá formando parte de él.

La pelea no supone la primera mancha en su expediente para ninguno de los grupos. En 1998, el Frente Atlético fue responsable de la muerte de Aitor Zabaleta, seguidor de la Real Sociedad. Los Riazor Blues, por su parte, anunciaban su disolución después del fallecimiento en 2003 del aficionado coruñés Manuel Ríos, presuntamente, a manos de miembros del grupo. El único encarcelado por el caso fue finalmente absuelto.

Las actividades de estos grupos se extienden por diversos países pero la respuesta difiere en cada uno de ellos. En Europa destaca especialmente la situación de Inglaterra. Los hooligans convirtieron al país en el máximo exponente de violencia en el futbol. Sin embargo, las tragedias de Valley Parade, Heysel y Hillsborough que se saldaron con multitud de fallecidos fueron el aviso para que Margaret Thatcher, en el poder en ese momento, decidiese aplicar medidas para evitar situaciones similares.

En la actualidad, personas con antecedentes penales no pueden entrar en el estadio y el país se ha convertido en el referente para atajar este tipo de problemas. Además, fumar, beber, acceder al recinto en estado de embriaguez o tener un comportamiento racista, se consideran delito.

Italia y Alemania también han puesto en marcha medidas aunque de distinto calibre. En Italia no es raro ver ultras dentro de los campos y la legislación no siempre se aplica mientras que, en Alemania, con penas más severas, está prohibido acceder al campo con pirotecnia o portar simbología ajena al futbol. El delito incluye hasta 10 años de cárcel para el responsable y multas económicas para el club.

En España la situación ha cambiado en los últimos años y los radicales han pasado de contar con el beneplácito de los clubes a ser expulsados de algunos estadios. Sus cánticos llenaban las noches de futbol y parecía impensable un campo sin ellos. Sin embargo en 2003, cuando Joan Laporta se convertía en presidente del FC Barcelona prometía expulsar a los radicales. A pesar de las amenazas recibidas, Laporta mantuvo su decisión y la dirección se desvinculaba de los Boixos Nois. A lo largo de 2014, también Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, decidió recortar los privilegios que tenían los Ultra Sur para expulsarlos del Santiago Bernabéu.

Ahora, numerosos clubes planean medidas similares. Es el caso del Rayo Vallecano, que ya ha prohibido la introducción de banderas y simbología a los bukaneros, su grupo más extremista.

La situación en los países de América del Sur, como Argentina, es más alarmante. Los radicales, denominados barras bravas, se enfrentan entre ellos provocando numerosos incidentes y peleas que siempre acaban con heridos e incluso con muertos. Estas barras poseen un gran poder al controlar diversos negocios en torno al futbol e incluso increpan y agreden jugadores. Las medidas, escasas, parecen no conseguir calmar la situación.

El futbol transmite valores como el trabajo en equipo, la solidaridad o el respeto y ha servido de vía de escape para personas en riesgo de exclusión. El futbol es pasión, es espectáculo, y como tal se ha de vivir de forma festiva. La violencia no surge del futbol, sino que se sirve de él como vía de escape. No podemos culpar al futbol de esta violencia, pero tampoco mirar hacia otro lado. Que dos términos tan aparentemente dispares se unan significa que algo estamos haciendo mal.

 

Artículo del Centro de Colaboraciones Solidarias

Twitter: @NoePortela

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