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En amoroso conocimiento, la palabra asumió la nostalgia del corazón y la del pensamiento en gran comodidad, se convirtió ella misma en imperecedera por su necesidad, asumiendo la nostalgia del huésped por convertirse en hijo, cumplida su misión.

Hermann Broch.

 

ALEJANDRO GARCÍA*

Preferiría llorar. Tiempo habrá. Por lo pronto quiero decir algunas palabras sobre un maestro y amigo. Perdonarán el atrevimiento.

  Cuenta la historia que un niño, allá por los años cuarenta, por las calles de Pinos, hubo de aprender el dominio físico del cuerpo y tornarlo plástico, flexible y vigoroso, a través de los ejercicios marciales y la música. Si el alma era cosa de la religión y se atendía puntualmente en el crío, era necesario cubrir el paradigma de la época: cuerpos viriles y sensibles, dispuestos a defender a la patria y atender las labores futuras y capaces también de entender el mundo y la naturaleza, capaces de comprender la intimidad de la familia, capaces de ser buenos y mejores.

  Es justo decir que este niño fue signado por la música y nunca renegó de la cultura del cuerpo, fue un caminante incansable, pero habrá que decir que cambió el tono épico por el lírico y la orden fue para él sólo el pórtico para encontrar en la respuesta, en la diferencia, en la duda, posibilidades mejores de un mundo que necesitaba a todas luces operaciones donde se suturara la violencia, donde se liberaran los cuerpos efectivamente, donde se pudiera ser mejor.

  ¿Cómo separar los ideales y las buenas intenciones de las prácticas monótonas, de los asedios de los dictados del poder sobre ese cuerpo y sobre ese espíritu? Sin duda ese niño, Benjamín Morquecho Guerrero, muy pronto encontró que la educación era la respuesta, allí estaban las claves del por qué de muchas cosas, allí estaban también los retos para que ese mundo imaginado por los mejores hombres tuviera una realización cabal y no una mera instrumentalización donde la felicidad y las realizaciones se van siempre postergando

  De modo que cuando, muchos años después, en los pasillos de Humanidades o de Letras Morquecho encontraba a un apesadumbrado estudiante a punto de ser acribillado en un examen recepcional, era común que ante el azoro y la necesidad de hablar algunas cosas del sustentante ante tan calificado sinodal, se oyera un repentino corte: “olvídate de todo eso, dime a qué hora vamos a brindar”. Acaso el mismo Morquecho a quien su maestro de música llamara la atención por estar echando relajo o su maestro de ejercicios reprendiera por alterar el paso redoblado nunca dejó de ser un niño, y eso es, lo sabemos, afortunado y terrible a la vez. Afortunado, porque emitía inocencia, frescura, porque bajaba los momentos de tensión; terrible, porque los requerimientos de la formalidad suelen malinterpretar o censurar de plano esos pequeños actos en los que impera un cuestionamiento natural: ¿Por qué no podemos ser más sencillos, más naturales, menos impostados? Él solía decir: era divertido. Tan divertido como que uno solía llegar y saludarlo con formalidad: “¿Cómo está, maestro?” Mientras que no era raro que los niños le dijeran “Oye Morquecho, diles que me regresen mi pelota, quiero más refresco…”.

  La docencia es un ejercicio ingrato. Se manejan vidas que se escurren como agua. Al profesor no le queda algo material. Un artesano guarda piezas ejemplares, un artista disemina obras por el mundo, un científico patenta sus inventos. Al maestro le quedan papeles y recuerdos. Allí está el secreto, en ver pasar esas niñas, esos jóvenes, esos adultos, que tendrán que luchar por la vida. Los guiños serán fundamentales. Porque ¿quién pone en su curriculum el nombre de aquella maestra que en parvulitos fue su primer amor o su modelo a futuro, además de enseñarle el gran secreto de los palitos y las bolitas? ¿Quién pone en su hoja de vida el nombre del maestro que contuvo acaso un exceso de violencia y llamó a la cordura para tornar productiva la ira y el resentimiento además de enseñar las 4 operaciones matemáticas? ¿Quién realza entre sus méritos aquella elegante profesora de geografía que nos enseñó el mapa de nuestro país, los nombres de las capitales, mientras la admirábamos y creíamos que un mundo grandioso nos esperaba afuera del aula?  ¿Quién hace constar el profesor de Prepa que nos cambió la vocación? ¿Cuántos hacen constar la presencia de profesores de licenciatura o de Posgrado en sus influencias profesionales? Y qué conste que aún así estoy siendo selectivo. ¿Quién me dio español en tercero de secundaria? Gulp.

  Benjamín Morquecho Guerrero sale de esa maraña de anonimato. Sabe que la vida es para adelante. Seguramente en algún momento de su vida alguien llegó a cuchichearle que algún alumno precoz y arrogantillo solía decir que él, Morquecho, le tenía envidia. Es un modelo de ataque entre los nuestros. Seguramente sonrió y no dijo más. Él sabía por qué. Por la calle era común el saludo de alumnos de Pinos, de Río Grande, de Monterrey, de Zacatecas. En Guanajuato era mencionado en la Facultad de Filosofía y Letras por estudiantes de Monterrey. En el Colegio de Michoacán siempre había quién preguntara por él.

  Como docente debo resaltar dos grandes virtudes. La primera su pensamiento complejo arborescente. Oírlo hablar era un reto, un continuo desplazarse, un uso de subordinaciones que agregadas a la densidad de la información, complicaba mucho la labor de decodificación. Era una carrera el seguirlo. La música de la infancia lo había tornado un orador envolvente, un hablante que dudaba, ponía paréntesis, hacía una digresión y luego otra. Nunca desafinaba. Solía decir que se había perdido. No era cierto, era un pretexto para saber si lo habían seguido, si habían sido capaces de llegar al último de los niveles por él tocados. Creo que eso lo inhibió mucho para la escritura. ¿Cómo poner en el papel lo que tiene mucho de juego y de inacabado? El escrito pide una totalidad, una arquitectura tirana. De modo que es posible que se aburriera cuando el pulso de la mano o de la máquina de escribir era lenta para seguir su pensamiento y exigente en su volver a la oración principal. También, la cultura que poseía le exigía demasiadas aclaraciones, explicaciones para el lector. Aún así lo hizo y nos legó un par de libros espléndidos, uno más que me consta está terminado, donde hace una tercia de aplicaciones de modelos teóricos a obras literarias. Están, también, numerosos escritos sueltos que podrán reunirse.

  Eran legendarias en la Facultad de Humanidades y en la Unidad Académica de Letras, de la cual por cierto, fue primer director, la brevedad de sus clases. Creo que en el caso de Morquecho, una charla de 15 minutos, media hora, daba para muchas elucubraciones. Era un provocador, daba una cierta información, densa, le agregaba algunas dudas y sugerencias, preguntas y luego pedía intervenciones. Juan Antonio Vallejo-Nágera dice que los anticuarios japoneses enseñan su valiosa mercancía de acuerdo a la competencia del comprador para entenderla y conocerla. Una vez que éste muestra incapacidad, el vendedor deja de exhibir. Recuerdo una conferencia en la Casa Municipal de Cultura sobre Hermenéutica. El Maestro Morquecho hizo una brillantísima exposición de algo así como media hora. Llevaba sólo unas breves anotaciones. Al concluir se dio una larga e intensa charla con el público. Creo que ese día Morquecho calló hasta que encontró que el público había llegado a su límite de comprensión. De allí que en el aula, a menudo dejara a los alumnos la tarea de construir su propio conocimiento, de acuerdo a sus intereses y a sus alcances.

   Un paso adelante para que Benjamín Morquecho Guerrero salga de ese anonimato, de esa crueldad cotidiana de la docencia, está en su propuesta de abordar los textos literarios de acuerdo a un método señalado por José Ortega y Gasset: los siete asedios a Jericó. Para abordar un texto habrá que dar siete vueltas sobre él como los atacantes de Jericó hasta que caiga la plaza. Se trata de un método muy cercano a la propuesta hermenéutica alemana, aunque libre de su complejidad teórica. Es el caso de los estudios de Gadamer, mucho más terrenales que su obra Verdad y método. Pero curiosamente el método o el camino o las siete rutas no son sino el llamado a descubrir el texto, a hacerle preguntas. El ejemplo más acabado de Morquecho se encuentra en un análisis de La muerte de Virgilio, allí va enhebrando su cultura, su formación humanista y dándonos claves para entender tan magna obra. Lo deja inconcluso, acaso porque nos pide que hagamos nuestra propia aportación.

  La propuesta al final de cuentas coincide con métodos recientes totales, después del estructuralismo, entre los que menciono los de Pierre Bourdieu para la sociología del arte y la literatura y Teun Van Dijk para el análisis del discurso. En estos casos el método es un bastidor donde se van llenando los diversos compartimientos o algunos de los compartimientos de acuerdo a los métodos de la lingüística, teoría literaria, teoría de la información, teoría de la recepción, etnología, filosofía, psicología. En el caso de Morquecho, creo que la guía está en dos claves: una la de los instrumentos que el lector maneje, en donde no están de más aspectos tradicionales como la biografía, el formalismo, la cultura, el espíritu de la época, la comunidad de evidencias del lector. Y el otro es el más interesante. Que no puede haber estudio que no pase por la experiencia del lector, por el toque que la obra da sobre el visitante. Esta posibilidad de que la literatura nos atraviese, nos proporcione la epifanía sobre algún misterio de la existencia humana.

  De modo que el toque puede aparecer durante la primera lectura o durante alguno de los ataques que el inquieto lector emprende. A través del texto de Morquecho veo a Virgilio en su itinerario de la barca en que ha llegado junto con la corte romana al palacio, el extravío de sus cargadores en el mercado, las voces populares y después la voz interior del poeta mayor a punto de emprender el camino de la muerte, su duda en publicar la Eneida. Está también el estado de Hermann Broch, el escritor, el exiliado, el perseguido judío por un gobierno que representaba a la sociedad más culta y educada de esa época. ¿Qué hizo posible tamaño extravío? Estoy seguro de que Morquecho muchas noches se enfrentó a esos enigmas, a esas dudas y supo que el momento llegaría y que la nueva experiencia jamás podría explicárnosla, su infancia, su vida, su muerte, mientras nosotros habremos de hacer rondas de trompetería sobre su fortaleza y ciudad a fin de desentrañarla.

  Pero si el profesor o el maestro Morquecho cosechó fama que aquí se hace presente, también habrá que decir que nos dejó dos libros memorables. Dos lecciones comprende un excelentísimo texto sobre hermenéutica. Allí están muchas de sus inquietudes, pero sobre todo el hueso duro de su formación, acaso ese aspecto marcial que le gustaba esconder tras cierto desaliño. Se necesita una vida para escribir ese texto. Un día le pregunté cómo hacía para manejar tantas citas y referencia de memoria. Me contestó con su típico tono de no dar importancia: tengo una mente cultivada, sólo eso, cultivada. No son muchas esas mentes cultivadas, desde luego.

  La otra lección es un análisis sobre la novela del dictador, del poder. Es un ejercicio más terrenal, pero por lo mismo más cercano a nuestras posibilidades. A Morquecho le asqueaba la política, sobre todo la habitual entre gente de gobierno, pero le maravillaba el mundo desde esta perspectiva, lo comprendía y la literatura ha sido un permanente construir de mundos sobre el ejercicio del poder alejado del bien común.   

  Morquecho se alinea así a junto a brillantes pensadores cuyo único pecado ha sido no vivir en la capital del país: Federico Ferro Gay, Ernesto Scheffler Vogel, Herón Pérez Martínez, pensadores de primerísimo nivel.

  Su otro libro, De memoria y olvido está totalmente empapado de Zacatecas, con su visión universal.

  Zacatecas llegaría a ser una ciudad turbulenta, rica y lejana, habitada por una curiosa mezcla de aventureros, mineros, esclavos, tratantes de todo. Viajeros sefardíes y cristianos nuevos, fugitivos de persecuciones inquisitoriales, piratas ingleses, náufragos derrotados, jugadores, misioneros, franciscanos y agustinos. Ciudad de la fortuna, su magia haría que se consolidaran los caminos del sur. Los de Guadalajara, por Colotlán o por Juchipila, que confluían en el valle del Mal Paso sobre viejos caminos prehispánicos. Luego el camino real México-Zacatecas y sus ramales. Había que transportar sedas, percales, higos, aceites, vinos, granos y azogue a la ciudad de la plata, así como el metal argentífero a la capital del virreinato, luego a Veracruz y a España. La localidad a la que llamarían “La civilizadora del Norte” fue ella misma, antes, norte, confín y sueño de plata.

  Si Pamuk ha hecho una vibrante historia de Estambul o Borges sintetizó en unos versos la magia y la tragedia de Buenos Aires, Morquecho nos construye una ciudad de Zacatecas con sus ruindades y grandezas, con victorias y miserias, con su incendiario paso revolucionario que jamás llegó, ahora lo sabemos, a victoria concluyente de los ideales. Ese Zacatecas que él caminaba, que él saludaba, que era él, como seguramente lo fue Pinos, Río Grande, Monterrey, o aquellas caminatas en la ciudad de México mientras su gran amor se jugaba la vida o aquellas calles y ciudades del mundo que siempre caminó mientras leía: Atenas, Roma, Constantinopla, Moscú, París, Berlín.

  Morquecho fue un hombre bueno, también cuando fue requerido fue siempre franco. Sabía que ambas cualidades a veces cuestan sangre. Fue generoso, sabíamos que si aquella pobre alma atormentada por el examen recepcional no tenía para el brindis siempre tendríamos el cobijo de la casa amarillo y azul de la calle Honduras, De modo que todos sus actos estaban justificados, de alguna manera fuera del orden, aunque siempre atento a la vida del otro. Aprendió que ésta no necesariamente premia a los buenos ni a los francos y así se la jugó. Fue feliz, aún en sus desgracias y en sus dolores que siempre supo guardar. Es increíble, pero a pesar de estar rodeado de personas casi siempre, tenía áreas de vida que jamás tocaba, sólo a él pertenecían. Era un sabio.

  Niño, maestro, escritor, hombre íntegro, ayer nos dejaste. Hoy sigues con nosotros.

 

*Palabras pronunciadas en el homenaje póstumo al Maestro Benjamín Morquecho, el 26 de julio de 2014 en el Teatro Fernando Calderón de la ciudad de Zacatecas

 

 

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