Opinión

Ray Bradbury Zen
]Efemérides y saldos[

 

¿Cuánto hace que no escribe usted una historia que vuelque en el papel un amor o un odio verdadero? ¿Cuánto que no se atreve a liberar un bien conservado prejuicio para que sacuda la página como un rayo? ¿Cuáles son las mejores y las peores cosas de su vida y cuándo saldrá a susurrarlas o a gritarlas?

Ray Bradbury.

¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?

Jorge Luis Borges.

 

ALEJANDRO GARCÍA

 

Zen en el arte de escribir (Barcelona, 2002. Minotauro, 147 pp. Primera edición en inglés y español de 1994 y 1995, respectivamente) de Ray Bradbury (1920-2012) es un libro que reúne 20 textos: 1 prefacio, 11 ensayos y 8 poemas. Incluye una página de agradecimientos y procedencia de los textos. La ubicación temporal va de un ensayo publicado originalmente en 1939 y después en 1980. El resto va de 1961 a 1990 y el inicial que probablemente corresponda al momento de entrega a la editorial. Los poemas no están fechados.

   El texto de apertura tiene un título largo: “Cómo trepar al árbol de la vida, tirar piedras contra uno mismo y bajar sin romperse los huesos ni el espíritu. Prefacio con un título no mucho más largo que el libro”. Se trata de una deliciosa pieza que bien vale todo el libro y apenas va de la página 9 a la 12. Es la piedra fundacional de la vida y del oficio de Bradbury. A los 9 años, ante las críticas de sus compañeritos de cuarto curso, rompió su colección de revistas de Buck Rogers. Al mes siguiente, se dio cuenta de que estaba cayendo en una trampa y se volvió a hacer de ellas. Le daba, muy temprano, la vuelta a la hechura de nuestra personalidad de acuerdo a la voluntad ajena. Había abandonado su gusto y juego por lo que otros decían y muy probablemente ni siquiera se plantearan proponerse. Escapaba a la trampa de Pip, el personaje de Dickens de Grandes esperanzas. Pero también del ocioso intervenir de los otros en la vida ajena que parece ser un distintivo de un buen número de seres humanos. Bradbury aprendía que había que hacer las cosas que le gustaban y que era ese el vértice constante que le garantizaría una vida libre y feliz.

   Grita. Salta. Juega. Deja atrás a esos hijos de puta. Ellos nunca  vivirán como tú. Anda, hazlo.

   Pienso en el daño que hicieron los constructores de vidas ajenas en la obra de José Revueltas y en Jean-Paul Sartre, por mencionar aquí a estos perseguidos y perseguidores políticos.

   En Bradbury lo fundamental es hacer las cosas. Un escritor escribe, por tanto. Ésa es su responsabilidad y su deber. A él mismo debe responder ante todo, no a las exigencias de una literatura al servicio de mil causas que se olvida de la esencial. Si la diversión y el juego no son pilares fundamentales para la libertad después de un siglo XX lleno de campos de concentración es que no hemos aprendido absolutamente nada. No nos merecemos a Calvino, a Perec, a Borges, a Del Paso, a Ballard, a Bradbury. Incide además en una diferencia importante entre los escritores de lengua inglesa y de lengua española: la purga o el proceso de fragua de la escritura que a nosotros parece siempre se nos complica, tarda en llegar e incluso se desconfía si sale a la primera llamada.

   Para que esto no suceda, Ray Bradbury simplemente afirma hay que hacerlo, rehacerlo, ir y venir, examinar, pero nunca quedarse en la promesa o en la queja porque la inspiración no llega. Y nos narra los diferentes modos de hacer cuentos que lo fueron llevando de versión en versión hasta que supo que lo había logrado. La teoría detiene, autocensura, obstruye. Lo importante es poner en palabras lo que o está muy claro, o está en proceso, o está para definirse en el hacer mismo. Así que no sólo hay que hacer a un lado los dictados de los que nos rodean, incluyendo a lectores, sino nuestras propias resistencias. Esta diferencia de actitud llega convertirse en un verdadero rasgo divergente del habitus entre escritores. En América Latina, a veces muy lejos del campo literario estadounidense o europeo, supeditados las más de la vez a la benevolencia del Estado, era para que el desenfado fuera más natural. Desde luego, la gran literatura de nuestro continente ha sabido escaparse muy bien del ogro filantrópico.

   Bradbury nos lleva a una etapa de su vida en que le dio por hacer listas de palabras. Objetos reales, imaginarios, sentimientos, valores, sensaciones. Y toda su vida se dedicó en determinados momentos a explicar esas palabras o a meterlas dentro de una trama. Así, lo que en un momento fue una especie de alambres y alambres de grafías empezaron a nombrar una realidad a partir de su conjunción, de su contraste, de su sinonimia o antonimia, de referencia común, de su metaforización o de su regreso al mundo de las palabras originales.

   ¿A quién debe hacer caso un escritor? ¿A la fama ganada y que le envía bolas dormilonas como en el beisbol? Hay un mercado afuera del escritor y un mundo empresarial que tiene sus propias reglas y algunas propiedades económicas. El cuentista no debe perderse en el mundo cómodo de las repeticiones fáciles. Las voces del pasado enlistadas le permiten cotejar entre su ejercicio literario presente y esos condicionamientos que en parte lo conformarán, pero en parte podrá darles vuelta y ponerlos en su lugar justo.

   No hay nada que supere a la creatividad verdadera. No hay nada más destructivo que las dos actitudes descritas arriba.

   ¿Por qué?

   Porque las dos son formas de mentir.

   Es mentiroso escribir para que el mercado comercial nos recompense con dinero.

   Es mentiroso escribir para que un grupo esnob y cuasiliterario de las gacetas intelectuales nos recompense con fama.

   No todo lo externo es dañino, porque la literatura viene de una tradición milenaria y cuya funcionalidad ha cambiado. Pero quizá lo más peligroso es el papel didáctico y propagandístico a partir de la Modernidad. No hay de otra, el lenguaje se debe suspender en sus denotaciones y connotaciones consignadas. El escritor debe oír a las palabras, a los objetos, a las realidades, después trazar un mundo imaginario a partir de esas palabras, pero que ahora nos llevan a buscar sus nuevas implicaciones. Los niños de “El árbol de las brujas” van al fondo de la historia y recorren el proceso humano no tanto para conocerlo, sino para encontrar el valor del lenguaje que permita salvar la vida de su amigo. A pesar de que una vida está en vilo, el viaje es con entusiasmo, con ganas de vivir y de que otros vivan, con ganas de que el lenguaje les permita dar vida. Y lo mismo sucede en “Fahrenheit 451” donde uno tiene que entender el significado de esos bomberos que queman libros.

   El escritor, además, tiene la referencia de otros autores, de otras palabras, de otros usos. Junto con ese atrevimiento y ese correr el riesgo de los autores de lengua inglesa, está el atreverse a abrir la cancha de la literatura. Parten de subgéneros: novela negra, erótica, de espías, de terror y, por supuesto, ciencia ficción, pero hacen de tal manera su labor que en sus mejores productos  pierden la etiqueta, el calificativo y se insertan simplemente en el género. Cuando uno lee “Crónicas marcianas” se olvida de la clasificación probable y sólo le queda la extraña experiencia de la aventura del hombre en sus hazañas y ruindades.

   Hay un ensayo donde el gran escritor Bradbury se enrola en las filas del cine. Hace guiones. Y se encuentra con que tiene que aprender, con que tiene que hacer caso al director, porque allí él no es el maestro, es el aprendiz o el oficiante de algo que aquí de hace de manera diferente. Y el gran escritor tiene que quitar 40 y 40 y 30 páginas y entender que algunas cosas no estarán sustendadas en sus palabras, sino en gestos, luces, escenarios, la magia del cineasta. Y aun así, Bradbury reconoce que algunas de las cosas que ha hecho para el cine, podrían incorporarse a sus novelas o cuentos, pues ha encontrado detalles que podrían mejorarlos.

   En el texto que da título a este libro, “Zen en el arte de escribir”, Bradbury parte de un pequeño método que ante todo debe ser alegre y de ninguna manera coercitivo: Trabajar, relajarse, no pensar: hacer, escribir. Agreguemos otros retos y distracciones. Cuántas veces nos hemos topado con el merolico que presume tener la obra perfecta en el cerebro, una obra que amenaza con hacer talco a Proust o a Joyce y, claro que sí, a las comadres de todo el vecindario. Lo importante es escribirlo, sin complejos de culpa sin pichicateces. Ya con ella a la vista se podrá ir a lo siguiente. Esta censura y autocensura son letales.

   El Quijote busca un desocupado lector, Bradbury se piensa un desocupado escritor, no un desempleado, un desenfadado, un hacedor, un trabajador sin complejos y, sobre todo, sin resentimientos. Así podrán ir saliendo las historias y las complicaciones temáticas, simbólicas, míticas que el lector llevará a donde le dé la gana.       

 

 

 

e-max.it: your social media marketing partner
Guadalupe