Opinión

lenguaA CONTRAPELO

LUIS ROJAS CÁRDENAS

 

Ridículo hasta las cachas, el llamado lenguaje incluyente pretende garantizar el derecho de la mujer a ser nombrada; porque, lo que no se nombra, no existe, según la frasecita de Eulalia Lledó. O sea, si no se utiliza la mamona muletilla: “los y las”, en los discursos, se violentan los derechos de la mujer y se transforma en un ente invisible, ignorado, desaparecido, menospreciado. ¿Será que lo que sí se menciona por el solo hecho de nombrarlo ya existe? Un caso más para René Descartes: Te nombro, luego, existes. Parece chiste pero va en serio. Me cae, hay cada filósofo de Tanpendécuaro, Mich. (sí, ya sé: eme antes de pe), que propugna por esta forma de expresión y se lo toma a tan a pecho que hasta da ternura.

Para los defensores de esta flor de la tontería, el hecho de no mencionar explícitamente a las féminas en los discursos resulta algo así como una agresión del solipsismo falocéntrico de la sociedad machista (suena manchado, ¿no?).

La propuesta que hacen los entusiastas de esta moda es simple, simplista, simplona y milagrosa, cada vez que alguien hable o escriba basta con agregar un artículo femenino a la frase y listo: la mujer ha ganado su espacio, mágicamente deja de ser marginada y se reconoce su presencia en la sociedad, con lo que se contrarresta su presunta inexistencia histórica. ¡Hey!, véanlas aquí están, no importa que se trate de mujeres totalmente pauperizadas, su sola mención las transformará en hembras realmente existentes. ¡Estas sí son conquistas democráticas, triunfos de la igualdad y no pendejaditas! (en esta parte, masoquista lector, imagine fanfarrias, cohetones y juegos pirotécnicos iluminando el cielo).

Si esta fórmula de ilusionismo rascuache funcionara, juro que me pasaría la vida mencionando el inexistente dinero, que tal si en una de esas se materializa en mis bolsillos, pero la realidad es terca y se encarga de partirle su máuser a todas mis aspiraciones monetarias, y siempre llego a una terrible conclusión: para tener dinero debo trabajar, no es suficiente el solo hecho de mencionarlo ni que los demás piensen que traigo la cartera repleta de billetes.

Con agregar una multitud de artículos femeninos y palabras neutras a los escritos y arengas no se mejora la deplorable condición de las mujeres jodidas (conste que no dije jodidas mujeres, no quiero que se me acuse de misógino), jodidez que, por cierto, no es exclusiva del sexo femenino y no dista mucho de la mísera situación de sus padres, esposos, hermanos e hijos, irremediablemente varones.

Si se sigue a pie y juntillas la hilarante lógica del llamado lenguaje incluyente, resulta que esta fórmula es falsamente incluyente y es, más bien, excluyente, ya que existen personas que no se consideran ni lo uno ni la otra, como las pertenecientes a la comunidad conformada por lesbianas, gays, bisexuales, travestis, transexuales, transgénero e intersexuales.

Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, como dice el tango. Imaginemos al Himno Nacional afectado por esa plaga que ha invadido el lenguaje de políticos arribistas y burócratas trepadores, cuyo uso se extiende como gangrena en sectores de la sociedad que se dicen de avanzada. Tal vez se escucharía así: Mexicanos y mexicanas al  grito de… Pus, así como que no va ¿o sí? Señores diputados, cuiden que en sus arrebatos igualitarios e incluyentes, no se les vaya ocurrir modificar la “Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales”. Si no, estamos fregados.

Luego entonces (perdón, pero, si no uso aquí las frases hechas que aprendí en la escuela, nunca las voy a usar en la vida), el mal llamado lenguaje incluyente es demagogia pura, fritanga de la comunicación, hez del idioma. Maquillaje verbal que enreda y empobrece la expresión y no le acarrea ningún beneficio real a la mujer. Es pose para alimentar la imagen democrática y feminista de algunos sectores letrados que no le dicen gata a su servidumbre por respeto a su dignidad humana, pero la mandan a comer a la cocina lo que sobró de ayer para que no se desperdicie nada y le pagan un mísero salario (conste que no estoy propugnando porque la patrona le preste su cepillo de dientes a la criada, porque es obvio que la patrona le puede pegar la piorrea a la muchacha y, si la fámula enferma, ¿quién va a lavar los trastes?).

El lenguaje dizque incluyente, es hijo bastardo de lo políticamente correcto. Encierra una doble moral, que solo busca taparle el ojo al macho y a la hembra, y pretende maquillar una realidad tristemente machista. Con la mujer incluida en la palabrería, el rollo, el choro, la verborrea y la oratoria, según esta perspectiva, ya se da un equilibrio en la sociedad. Y al desaparecer la desigualdad visible en el lenguaje, sin mayores problemas puede continuar la explotación de la hembra por el hombre en la sociedad.

En nuestro país, esta excrecencia del lenguaje germinó durante el imperio del reyezuelo lenguaraz que por un corto periodo echó al PRI de los Pinos: Vicente Fox, quien además de implantar el uso de las botas vaqueras, creó la moda que llegó para quedarse consistente en mencionar a los y las mexicanas y a los chiquillos y chiquillas. Como en esta patria impecable y diamantina, desde tiempos de Acamapichtli los políticos y burócratas lacayunos y rastreros no han podido evitar la tentación de imitar al Jefe Supremo, sexenio tras sexenio se mimetizan con las locuras del mandatario en turno y, desvergonzadamente, sin recato lucen guayaberas, cuellos de tortuga, corbatas de moño y copetes hechos de concreto armado. Obviamente, lo que buscaba Fox desde un principio al hablar de los y las mexicanas era ganar votos. Esa presunta inclusión era de dientes pa fuera. Más pronto que temprano cayó el hablador, enseñó el cobre y demostró que lo que menos le importaba era la inclusión femenina, pues para él la mujer no es otra cosa que una lavadora de dos patas. Fox dejó la presidencia, pero el daño ya estaba causado y el lenguaje dizque incluyente cundió como epidemia. Desde entonces, no han faltado tepocatas y víboras prietas que no incorporen  en su perorata a hombres y mujeres a la vez.

La palabrería incluyente oculta la realidad de que el lenguaje es un efecto, no una causa. Mitiga los síntomas, pero no cura la enfermedad.

Gobiernos, tribunales, organismos públicos y privados, en toda Hispanoamérica han formulado lineamientos, normas, manuales, guías, folletos y volantes para el empleo de un lenguaje incluyente. Y qué desmadre han armado con el lenguaje. Así, tenemos que se han engendrado una sarta de barbaridades.

Estos procuradores de la inclusión femenina en la verborrea, con su ceguera populista demuestran que hasta lo que no comen les hace daño. Veamos, en la “Guía técnica para el uso de un lenguaje incluyente en las comunicaciones del Tribunal Electoral del Distrito Federal”, que transpira un tufo de feminismo trasnochado, parece que les da comezón el hecho de mencionar un poco de virilidad en sus comunicados, dice en uno de sus apartados: “Un recurso para sustituir el masculino gramatical genérico es la utilización de sustantivos metonímicos o abstractos, es decir, por el cargo, la profesión, la actividad, el lugar geográfico o la época, entre otros”. Lo que, traducido para los que hablamos castilla, significa que en lugar de mencionar al “Presidente, al director y al coordinador”, se debe decir “la presidencia, la dirección y la coordinación. También recomiendan la perífrasis (o sea, les gusta andarse con rodeos), y en lugar de mencionar a “los mexicanos, los políticos y los ancianos”, sugieren decir “la población mexicana, la clase política y las personas mayores”. ¿Cuál es el chiste de esto, cómo beneficia a la mujer o realmente en qué la perjudica? En este caso ni siquiera se trata de sustituir un lenguaje viril por uno asexuado, sino de afeminar el habla en su totalidad. Lo cual no me espanta, pero es estúpido.

Los y las pobres cuates y cuatas, redactores y redactoras, han de pasar cada cuita al elaborar estas normas, que dios guarde el momento. Se dan tal enredada que terminan proponiendo textos de auténtica repostería. Acaban recomendando que no se diga los niños sino la niñez. Y que viva la ambigüedad. Muera la precisión, fusilen a la sencillez, ahoguen en el lodo a la claridad y destierren a la economía de lenguaje, toda la concisión se puede ir directo al retrete y a la retreta.

Ay, machismo, cuánto dueles. Los seudoincluyentes proponen la castración de los textos para terminar con oraciones como “En Navidad, siempre va a visitar a los suyos”, y sustituirlas de esta forma “En Navidad, siempre va a visitar a su familia” o se rasgan las vestiduras ante oraciones como esta: “Los Zacatecanos emigran mayoritariamente a Estados Unidos, sus mujeres se suelen quedar en el pueblo”, y recomiendan cambiarla por esta fórmula: “En Zacatecas, los hombres emigran mayoritariamente a Estados Unidos. Las mujeres se suelen quedar en el pueblo”.  ¿Acaso, les saldrán pústulas en la lengua si utilizan una palabreja que denote masculinidad? ¿Alcanzarán a entender en el berenjenal al que se meten al tratar de modificar el habla?

Esta supuesta corrección política en el lenguaje, es burda fachada que desvía la atención de los problemas reales a que se enfrenta la mujer. Es una solución cosmética, sin impacto real en la sociedad. Pues, mientras sigan naciendo niños en el pasto y no se mejore la atención hospitalaria, o no se reduzcan los problemas de miseria que afrontan las mujeres pobres del país, de qué carajos sirve que se mencione a la mujer en los discursos de los demagogos que no conocen el significado de las palabras carencia, miseria y hambre.

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