Opinión

Harry Mulisch 2]Efemérides y saldos[

 

 

En las primeras representaciones que la humanidad creó en sus oscuras cuevas, se aprecian unas figuras frágiles y tambaleantes que lanzan flechas a un gigantesco animal. Pero a veces, aparte del animal y del cazador, hay un tercero. A veces, detrás del cazador hay otra figura con los brazos en alto. Entre ambos hay trazada una línea: es la fuerza que fluye hacia el primero desde el segundo, que es el mago, o el dios, o el muerto…

Harry Mulisch

 

ALEJANDRO GARCÍA 

 

En 1961, en Argentina, fue atrapado Adolf Eichmann por una organización israelí dedicada a cazar criminales de guerra nazis. El prisionero fue trasladado a Jerusalén “disfrazado y anestesiado”, a fin de evadir un conflicto diplomático con el país sudamericano, al no existir tratado de extradición. Para los argentinos se trataba del ciudadano Ricardo (Klement, primero) Liebl (después), de vida gris y pacífica; para los captores, del teniente coronel alemán responsable de la deportación de millones de judíos e implementador, en buena parte, de “la solución final”.

  Producto del seguimiento del juicio, de las visitas a Israel, de las oficinas que fueran de Eichman en Alemania y a los campos de concentración en Polonia, es el libro El juicio a Eichmann. Causa penal 40/61 (México, 2014, Ariel, 223 pp.) de Harry Mulisch, publicado a manera de artículos periodísticos entre marzo y septiembre del año referido. El material es anterior al célebre Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt, escrito en 1962 y aparecido en 1963.

   Mulisch es un autor que ya en 1947 publica su primera obra. En 1959 aparece la novela que se traducirá al español en 1963 como La cama de piedra (Seix Barral). Será hasta después de 1961 que sus libros accedan al mercado mundial. Su obra más lograda y original, El descubrimiento del cielo, data de 1992 y textos donde reconstruye su experiencia con el nazismo El atentado y Sigfrido son de 1982 y 2001 respectivamente. El juicio a Eichmann. Causa penal 40/61 es, pues, un antecedente, o un momento, de su lectura del totalitarismo.

  Una idea fundamental en este libro es la de construcción. El juicio a Eichmann se realiza en un momento crucial de la guerra fría, un año antes de la crisis de octubre y dos del asesinato de John F. Kennedy. Está además la imagen que se quiere proyectar de Israel, su progreso, su renacimiento, su imbatibilidad. Ya en ese momento se puede plantear la pregunta ¿Israel es hoy víctima o victimario? Algunas de estas ideas son apenas semilla, imágenes, más que argumentos, sobre lo que se quiere construir el futuro, como en su momento lo hizo Hitler en su odisea fallida. Además, han pasado 15 años del fin de la conflagración mundial y 14 del final del juicio de Nuremberg, la guerra ha regresado para su análisis y recomposición, después de aquella apretada jornada en que el olvido se priorizó sobre la reconstrucción alemana como desafío al nazismo y al comunismo. Por si fuera poco, los nazis han sobrevivido, han tendido redes por el mundo, han colocado sus píezas lo más lejos posible del macabro escenario; pero los judíos los persiguen, los acorralan, los exhiben. Y claro, está la entraña misma del escritor, en su vida personal: su padre ha tenido que salvar su pellejo y el de su mujer e hijo a costa de la colaboración y éste se afana por escribir, por construir realidades alternas, por desentrañar el mundo. La madeja es cerrada, dura en su tejido. Difícil es seguir los rastros, oír o desoír las voces de autoridad, examinar los hechos, sopesarlos, dar una versión posible, no siempre creíble o verosímil.

  El autor esquematiza tres tipos de asesinos de judíos. La primera es el dios, el centro del poder, el gran constructor: Adolf Hitler. La segunda es el creyente, el que destruye, organiza en función de la palabra de dios, le da cuerpo, le da carne o materia, le forja referentes, emblemas, pasado, presente y futuro. Gran parte de la literatura de Occidente a partir del siglo XVIII se preocupa por estas figuras, más en función de ponerlas a prueba, sustituirlas, de allí su peligro por momentos: quitar para poner, reponer. El artista husmea, pone atención, reorganiza sus sentidos. Corre el peligro de la liberación.

  La tercera figura —dice Mulisch— no la detecta ni la literatura ni la realidad. No tiene el poder creador de dios, no tiene la creencia que lo soporta. Es la ejecución, la máquina que recibe órdenes. Cuando va a juicio Eichmann sólo se le puede acusar del asesinato de un hombre que se había atrevido a robar unos duraznos. No había más. Era asesinato, claro, pero nada que nos dijera que estábamos frente al responsable de una matanza que puso en riesgo la especie.

  Desde esta perspectiva, “la orden” aparece como algo más grande que quien la da y que quien la recibe; como algo nuevamente místico, como un poder sobrehumano al que hay que obedecer sin importar de dónde veng

  Mas es dúctil. Cuando lo atrapan no se resiste, incluso llega a mostrar indicios de un descanso. De allí que la causa debe también construirse, como espectáculo para los israelíes y para el mundo, como alegato en torno a la suerte de millones de seres humanos. Eichman es obediente, es frágil, es silencioso, nada permite condenarlo por la apariencia o por la palabra. En la disputa de las cosmovisiones eso pesa.

  Habrá que decirlo, los grandes responsables han desaparecido. Algunos escaparon a la justicia, otros fueron ejecutados y ese segundo de muerte ha parecido insuficiente e ineficaz. Eichmann fue una máquina ejecutora, silenciosa, gris, como lo será después su vida de criador de animalitos en una granja o de lavandero o de mecánico de la Mercedes Benz. Su discreción, su inexistencia le permitió no ser descubierto entre los prisioneros de los norteamericanos primero, después a salto de mata por Europa y desde Roma ir a Buenos Aires.

  No contaba con que la conversación de uno de sus hijos con la hija de un vecino ciego (¿es el no-muerto que está detrás del cazador?) permitiría a éste construir su propia historia, reconocer su pasado, enhebrar las acciones que darían la clave definitiva de aquel hombre que no sólo hizo posible el traslado de los judíos al recinto de muerte, que no sólo alegó que si acaso se había salpicado con la sangre de una víctima, sino que hizo posible que lo que a él cobijaba fuera también del resto de los soldados alemanes: el mejoramiento del proceso. Si al principio los SS tenían que ejecutar personalmente a los judíos, después encontraron que podían ahorrarse el shock transportando en camionetas a grupos que recibían los gases venenosos. En esa etapa ya sólo era incómodo rematar a los que sobrevivían. Y en una tercera etapa la maquinaria, de la cual era cerebro o centro Eichmann ideó todo un proceso en el que eran las mismas víctimas las que se dividían en funciones propias de los victimarios. Eran ellos mismos los que seleccionaban, desnudaban, recopilaban dientes de oro, joyas y objetos de valor ocultos en bocas y anos. La perversión del mal había cerrado su círculo, aquí sobrevivir era el inicio del infierno de la culpa.

  A la manera de la pintura rupestre descrita en el epígrafe y en el libro de Harry Mulisch, detrás del cazador, están otros cazadores, están los muertos, están los testigos, están el escritor y el insobornable lector.

 

 

 

   

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